Momias y papiros

Era la primera hora de la mañana en el mercadillo de Luxor, una barriada de Tebas. Los pescaderos colocaban primorosamente sobre una mesa de tablas la pesca de esa madrugada que brillaba como joyas de plata al sol. Los hortelanos colocaban sus frutas y verduras, en pilas, preciosas, impecables en una orgía de colores, sabores y texturas. Aún estaban colocando la mayoría de los puestos pero los gritos, las bromas y los olores del mercado iban ya llenando la plaza y las callejuelas cercanas. Edwin Smith, un egiptólogo americano, caminaba con rapidez entre los puestos, parándose tan solo ante los que exhibían cachivaches y cosas viejas sobre una manta. A primera hora de la mañana el aire era fresco y limpio, no había tanta gente y, sobre todo, Smith sabía que “el ave que madruga se come el gusano”. Si surgía algo, algún resto del saqueo de una tumba, cercano en el tiempo o perdido en la noche de los siglos, debía ser el primero en verlo. Otro extranjero podía arrebatarle la pieza o caer en manos de algún lugareño experto que hiciera que el precio se multiplicase hasta cantidades imposibles. Había que aprovechar la mañana de aquel año de 1862. De repente, Smith vio un grueso rollo de papiro. Examinándolo de cerca, vio con desánimo que estaba roto, faltaba una buena parte, pero no parecía una falsificación. Un buen artesano puede imitar con rapidez una figurilla de barro o una pequeña escultura pero llenar de jeroglíficos y escrituras más de cuatro metros de papiro, no es algo que cualquier falsificador tenga la paciencia ni la pericia de hacer. Un vistazo más cuidadoso mostró que escrituras de varias épocas se mezclaban en aquel papiro: diferentes tipos de letra, diferentes tipos de tinta, diferentes siglos,…. Demasiado complicado. Quedaba una última prueba: si un falsificador se había tomado ese trabajo durante meses el precio sería alto, quizá exorbitante. Preguntó poniendo cara de indiferencia el precio de un par de vasijas y finalmente, como de pasada, del papiro. El precio era bajo, luego era auténtico. Probablemente había sido usado para recubrir algo, quizá una momia y para el vendedor era tan solo un envoltorio vacío, algo sin valor. Tras un breve regateo, Smith, enrolló el papiro y, feliz, marchó al hotel con él.

En su habitación, a solas, intentó descifrar algunas palabras: heridas, espadas, quizá el relato de alguna batalla. Como un libro al que le faltase la mitad de cada página, de cada línea, el papiro era una pesadilla de leer. Sin embargo, la vida a veces te sorprende con un giro inesperado, una sonrisa del destino. Los pequeños traficantes del mercadillo ofrecían, un par de meses más tarde, otro papiro a aquel extranjero que pagaba buen dinero por aquellos restos sucios y polvorientos. En aquel caso se trataba de una burda falsificación pero Smith vio con sorpresa que para confeccionar aquel pastiche y darle un poco de credibilidad habían usado partes de un papiro verdaderamente antiguo, trozos que faltaban a aquel que llevaba semanas intentando descifrar. Ni que decir tiene que compró aquel “collage” y que comprador y vendedores se separaron muy contentos, convencidas ambas partes de haber engañado a la otra y uno pensando que les habría dado cien veces la cantidad en dracmas que finalmente había pagado y los otros riendo pues se lo habrían dado en mucho menos de lo que finalmente habían recibido. Jamás se volvieron a ver.

Aunque parece que Edwin Smith consiguió al final de su vida entender mucho de lo que ponía aquel papiro, jamás publicó nada sobre él. Al poco de morir, en 1906, su hija donó el documento, conocido ya para siempre como el papiro Edwin Smith a la Sociedad Histórica de Nueva York. Quince años más tarde, esta Sociedad encargó a un egiptólogo de la Universidad de Chicago, James Brestead, que lo descifrara y preparara su traducción. No era una tarea fácil y Brestead tardó diez años en publicar el documento traducido y anotado. Sin embargo, el resultado merecía la pena, era una pequeña bomba, añadía un primer capítulo a la historia de la Neurociencia. Para aquellos que pensaban que Alcmeón de Crotona era el primero que había hablado del cerebro en el siglo V antes de Cristo, de repente, miles de años antes, un escriba desconocido, quizá un médico, decía que a través del cráneo se veía una masa arrugada, que estaba cubierto por unas telas que ahora llamamos meninges, que contenía un líquido en su interior, que ahora llamamos líquido cefalorraquídeo.

Ese hombre, el autor original del papiro Smith, parece haber sido un médico militar que acompañaba al ejército del faraón en un momento indefinido entre los siglos XXVIII y XXIII a.C. Algunos han pensado que el autor fue Imhotep, médico y arquitecto del faraón Zoser, de tal renombre que fue divinizado posteriormente. Imhotep fue el primer arquitecto de una pirámide y su fama como médico fue tal que llegó hasta el mundo clásico, donde también se le divinizó y “refundió” con su dios local, Esculapio.

El papiro fue compilado en Egipto unos 2.800 años a.C y lo que conocemos es una copia hecha aproximadamente en el 1.600 a.C. El autor parece un cirujano y el papiro es un verdadero tratado de traumatismos recogiéndose un total de 48 casos, donde se habla de la historia del paciente, el examen que se le realiza, el diagnóstico de su estado, el pronóstico de su evolución y el tratamiento más adecuado. Los primeros 27 casos recogen lesiones y fracturas en el cráneo y rostro, una proporción muy alta pero comprensible si pensamos en soldados enfrentándose en una lucha cuerpo a cuerpo. El caso 6 es una herida tan grave que expone el cerebro tras penetrar el cráneo y las meninges y dice así

Si examinas a un hombre con una herida abierta en su cabeza, que llega al hueso, quebrando el cráneo y exponiendo [la víscera] de su cráneo, palparás su herida. Encontrarás esa materia en su cráneo [como] los pliegues que aparecen en el cobre [fundido] en el crisol, y algo allí late y se agita como en la zona blanda de la cabeza de un recién nacido.

Este papiro contiene las primeras referencias conocidas al cerebro, las meninges y el líquido cefalorraquídeo, así como los efectos causados por lesiones del cráneo o de la columna vertebral. Como el jeroglífico para cerebro es seguido normalmente por “en el cráneo”, se ha sugerido que la primera denominación del cerebro sería algo así como “la médula del cráneo”. Entre los datos importantes que se recogen en este papiro, es evidente que aquellos egipcios del Tercer Milenio antes de Cristo sabían que los síntomas de las lesiones del sistema nervioso pueden darse lejos del lugar dañado: hay ejemplos de problemas en la coordinación ojo-mano y otros de problemas en el lado opuesto del cuerpo a la zona de la lesión en la cabeza. Entre la información que podemos extraer de los casos descritos en este papiro encontramos la epistaxis y otorragia de las fracturas del cráneo, al igual que la rigidez de nuca, tetraplejia y hemiplejia, estrabismo y coma.

El papiro Smith es, de hecho, el primer tratado quirúrgico de la Historia. Su claridad y lucidez contrasta con lo que sucedía en el proceso de preparar el cuerpo del difunto para el mundo del más allá, su momificación. Para preparar el cuerpo para la nueva vida, la momia, tras una larga preparación era envuelta en un lino de gran calidad y encerrada en un estuche de lino y yeso pintado que a su vez se colocaba en un sarcófago de madera antes de introducirlo en la cámara de enterramiento.

Como en cualquier procedimiento humano había embalsamadores más cuidadosos que, por ejemplo, colocaban junto a la momia la placenta, un órgano reverenciado que había sido cuidadosamente conservado desde el nacimiento. Por el contrario, evidencias en otras momias muestran que algunos egipcios iniciaban su viaje a la eternidad faltándoles una pierna, el hígado u otras partes vitales mientras que otros tenían añadido algún extra: herramientas, trapos o partes del cuerpo de otra persona.

Para los egipcios, el cerebro era un órgano poco importante. El más importante era el corazón, donde residía el alma. Es sorprendente que aun sigamos dibujando corazones para indicar que estamos enamorados o utilizando expresiones como “me partió el corazón”, “te lo digo con el corazón en la mano” para expresar sentimientos y emociones, algo que ahora sabemos que reside en nuestro cerebro. Los egipcios no distinguían entre tendones, arterias, venas y nervios y usaban la misma palabra, metu (“canal”) para todos ellos. Por lo tanto, para el retorno a la nueva vida era clave mantener abiertos los 26 canales del corazón en el proceso de momificación. También creían que el corazón guardaba todas las obras buenas y malas hechas cuando uno estaba vivo y por las que sería establecido su destino después de la muerte. Al poco de morir, tenía lugar la “ceremonia de la apertura de la boca”, un ritual en el que el muerto proclamaba su inocencia de cualquier acto punible que hubiera cometido a lo largo de su existencia o mencionaba algún aspecto sobre el que quisiera arrojar luz antes del día del juicio. En ese juicio, el corazón era puesto en una balanza frente a una pluma para ver si tenía el peso de la culpa y el mal o estaba libre de pecado. Durante el juicio, Anubis, dios de la momificación (normalmente representado con una cabeza de chacal) sujetaba la balanza mientras Thoth, dios de la escritura (normalmente con cabeza de ibis) registraba las respuestas del corazón a 40 cuestiones. Esta ceremonia de la balanza determinaba si el fallecido iría al cielo o sería devorado por una criatura mitológica parecida a un cocodrilo.

Sabemos más de la momificación por Herodoto que por los propios egipcios. Al preparar la momificación, el corazón se dejaba en su sitio porque era demasiado importante para separarlo del cuerpo y para que respondiera a las preguntas del juicio. El proceso de desecación para momificar un cuerpo tardaba aproximadamente 40 días mientras que se necesitaban otros 15-30 días para lavar, empaquetar, envolver y cubrir con óleos el cadáver. En las personas nobles, los órganos más importantes se guardaban en los vasos canópicos, unas jarras con unas tapas que representan frecuentemente a los cuatro hijos de Horus y allí se colocaban el hígado, los pulmones, el estómago y los intestinos. El cerebro, por el contrario, se trataba sin especial cuidado. Lo normal, según Herodoto, era extraer la mayoría del cerebro a través de los orificios nasales o la base del cráneo con un gancho de hierro y simplemente eliminarlo. El hueso etmoides, situado al final de la cavidad nasal y que separa el epitelio olfatorio del cerebro, se rompía con un pequeño cincel para facilitar al extracción de la materia cerebral. Más raramente se podía acceder al cerebro por la base del cráneo o por la órbita de un ojo. Los restos de tejido cerebral se eliminaban con un lavado con sustancias químicas y la cavidad craneal se rellenaba con tiras de lino embebidas en resinas. Se consideraba por tanto que el cerebro no era necesario para la vida futura y nunca se conservaba.

Los egipcios avanzaron también de una forma inusitada la medicina y el alto grado de documentación, su afán de observación y registro, sus escritos y pinturas, nos han permitido tener una idea bastante exhaustiva de sus conocimientos y procedimientos médicos. Junto a las evidencias en las momias y los registros paleográficos de la presencia de enfermos y enfermedades, los egipcios buscaban como tratar a estas personas, como devolver el cuerpo a su estado de salud. Un enfermo nunca fue alguien impuro o intocable sino alguien necesitado de ayuda, cuidado con interés y tratado con cariño. Herodoto visitó Egipto en torno al 450 a.C. y en sus escritos recoge que los médicos egipcios tenían distintas especialidades, estando algunos de ellos dedicados a las enfermedades de los órganos de los sentidos y la cabeza.

Otro importante documento es el papiro Ebers. Descubierto en la misma zona y época que el papiro Edwin Smith es un auténtico vademecum que comienza con la frase “Aquí empieza el libro sobre la preparación de medicinas para todas las partes del cuerpo”. Contiene más de 900 prescripciones de las cuales algunas contienen ingredientes médicos activos. Sin embargo, otras 55 prescripciones contienen orina o heces, que en la actualidad pensamos que es más posible que causen un agravamiento de la enfermedad más que curarla. La lógica detrás de ese conjunto de tratamientos parecía ser hacer el cuerpo inhabitable, incómodo, para los demonios que se consideraban causantes de la enfermedad. Es posible que entre estas también estuviera la epilepsia pues en el papiro Ebers se habla también de distintos tipos de temblores.

El papiro Ebers indica que tres tipos de personas se acercaban al enfermo: médicos, sacerdotes de Sekhmet y magos. Los límites entre estos tres grupos no son nítidos y alguna persona podía tener varias “titulaciones”. Quizá no es tan diferente de la actualidad, donde además del cuidado médico, los enfermos buscan a menudo el consuelo, el apoyo o incluso los milagros de la religión y existen toda otra serie de personajes, de lo normal a lo estrafalario (periodistas, investigadores, farmacéuticos, curanderos, videntes,..) que intervienen en la búsqueda de la salud. Cerca de los grandes templos existían las llamadas Casas de la Vida donde se establecían y aprendían tratamientos, se estudiaban problemas legales y teológicos, se fijaba el calendario, se conservaban y copiaban los textos antiguos, se redactaban informes oficiales, etc. Eran hospitales pero también mucho más.

La información que nos ha llegado a través de los papiros egipcios no habla solo de los aspectos traumáticos, también hay referencias a trastornos psíquicos donde se describen casos de angustia y depresión. Un ejemplo precioso es el “Diálogo con su alma de un hombre cansado de la vida” que se encuentra en el papiro Berlín 3.024:

“la muerte está hoy ante mí

como la curación de una enfermedad,

como un paseo tras el sufrimiento.

La muerte está hoy ante mí

como el perfume de la mirra,

como el reposo bajo una vela en un día de gran viento.

…como un camino tras la lluvia

…como un retorno a casa después de una guerra lejana…”

Así, varios miles de años antes de que Cristo anduviese sobre la Tierra, tenemos constancia de los primeros conocimientos sobre el mayor misterio del Universo, el cerebro humano.

Leer más:

  • Costa, P. (1987) La enfermedad en el antiguo Egipto. En: Historia de la enfermedad. Albarracín Teulón, A. (ed.). Saned, Madrid.
  • Finger, S. (1994) Origins of Neuroscience. A history of explorations into brain function. pp.32-50. Oxford University Press, Nueva York.

José Ramón Alonso

CATEDRÁTICO EN LA Universidad de Salamanca

Neurocientífico: Producción científica

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