Contar historias

Elie Wiesel en su libro Las puertas del bosque escribe: «Dios hizo al Hombre porque Él ama las historias». Como estamos hechos a su imagen y semejanza, nosotros también amamos las historias. Historias de asesinatos, de guerras, cómicas, de pesca, de amor, de conspiraciones, cotilleos, monólogos del Club de la Comedia, memes en redes sociales, discursos y conferencias, ciertas o falsas, cortas o largas, lo importante es que sean buenas historias.

Vivimos en unas circunstancias determinadas, una época, un lugar concreto, pero en las historias nuestro cerebro se lo salta, vuela al pasado o al futuro, hace amigos y enemigos imaginarios, acompaña a Sandokán por las selvas de Borneo y al capitán Nemo en un largo viaje submarino, le pasan cosas increíbles, tanto mientras dormimos como cuando estamos despiertos. Y sin embargo, no sabemos cómo lo hacemos ni sobre todo ¿por qué?

Según la Dra. Brené Brown, las historias «son solamente datos con alma». ¿Y eso qué quiere decir? Conseguimos que la información llegue más lejos si la arropamos dentro de un relato. ¿Y cómo es posible que la ficción, la fantasía, la imaginación fluyan e influyan en un cerebro que creemos racional y lógico? El mundo de las historias es el puente entre la magia y la realidad, entre el Mundo de Nunca Jamás, el sitio donde los niños no crecen y no hay normas ni responsabilidades, y este mundo real, a veces duro e infeliz, siempre insuficiente.

«El hombre es siempre un narrador de historias; vive rodeado de sus historias y de las ajenas, ve a través de ellas todo lo que le sucede y trata de vivir su vida como si la contara». Eso escribe Jean-Paul Sartre en La náusea, otra historia. Impregnamos de historias todo. Los promotores deportivos nos presentan las personalidades y el currículo de los boxeadores o golfistas como si fueran héroes griegos, la narración de un avance hacia la portería contraria se convierte en un drama épico, hay gritos, suspiros y brazos levantados, parece una batalla y nos contagiamos de la emoción de la victoria y la agonía de la derrota. Sucede en otros ámbitos: los periodistas nos recuerdan declaraciones de los políticos y no buscan informarnos, buscan construir un relato, En política no pesan tanto las características e ideas de los candidatos sino la comparación en sus historias sobre el pasado y el futuro de su territorio. Las religiones son relatos, la historia son relatos, nuestra vida -lo que recordamos de ella al menos- es una colección de relatos.

Contar historias tiene un poderoso impacto en nuestro cerebro. Cuando oímos la palabra «perfume» o «café» el cerebro olfatorio se activa, en realidad aun sin la presencia de esas moléculas odorantes en nuestra nariz, estamos oliendo. También afecta a nuestras relaciones sociales: las personas que leen más novelas y cuentos, es decir que se sumergen en más historias, entienden mejor a los demás, muestran más empatía. Cuando oímos la peripecia de un personaje, nuestro cerebro se inunda de oxitocina, la «hormona del vínculo». En cierta manera acompañamos a Simbad por los tejados de Bagdad y nos enfrentamos con cuatro amigos mosqueteros a los guardias del cardenal Richelieu. En el clímax de la historia nuestro cerebro libera cortisol y se genera un poderoso vínculo emocional: sufrimos, luchamos y vencemos o morimos con el personaje con el que nos identificamos. No vale cualquier relato: nuestro cerebro ignora los clichés y frases hechas, eso no son historias.

Contamos historias de una generación a otra, de abuelos a padres a nietos. Un descubrimiento reciente ha mostrado que algunas historias contadas por pueblos primitivos hacían referencia a sucesos reales acaecidos miles de años antes. Los Tjapwurung australianos recuerdan hoy cómo cazaban grandes aves entre volcanes en erupción. Esas aves gigantes existieron y su nombre científico es Genyornis newtoni y en la zona hay volcanes, pero esas dos cosas, las aves enormes y los volcanes en erupción coincidieron por última vez hace entre 5 000 y 10 000 años. Generación tras generación, en algunos casos se han calculado 400 generaciones, han cuidado ese legado para sus descendientes. Hace falta una cosa: valorar esa herencia de relatos como un tesoro excepcional, útil e importante, algo que quieres que tus hijos tengan.

Un tipo particular de historia es el llamado monomito o periplo del héroe, la fundación de nuestra cultura: Osiris, Ulises, Moisés, Orfeo, Eneas, también muchos de los personajes de Hollywood. Lo describió Joseph Campbell en una obra con un título revelador: El héroe de las mil caras (1949), el personaje que vive en la tranquilidad de una vida sencilla pero recibe una llamada que le hace abandonar esa comodidad y adentrarse en un camino extraño, con riesgos y poderes desconocidos. Tras múltiples aventuras, inicia el regreso, otro viaje complejo con el deseo de recuperar su vida y también aprovechar esos nuevos conocimientos, experiencias o dones que le han transformado.

A través de estos relatos educamos a nuestros hijos desde hace milenios. Es también la forma más poderosa de poner ideas en el mundo, es una forma de conectar con otras personas y ayudarles a que vean lo que tú ves. Da esperanza, una y otra vez. Los supervivientes de Auschwitz recordaban las historias que allí se contaban. Es la actividad más esencial de los humanos. Contar historias afecta a muchos aspectos de nuestras vidas. Los paleoantropólogos excavan huesos y piedras y los juntan en una saga sobre el pasado. Los historiadores son también contadores de historias, hay quien considera que algunas de ellas están tan distorsionadas que están más cerca del mito y la leyenda que de un análisis científico. A los ejecutivos de las empresas se les dice que tienen también que ser cuentacuentos, tienen que enhebrar una narración atractiva sobre sus productos y marcas que llegue a la razón y la emoción de sus consumidores. Y también nos contamos historias a nosotros mismos, nos hablamos, nos reconvenimos y nos aconsejamos. Las historias hay que contarlas o mueren, y cuando mueren, no podemos recordar quiénes somos ni cómo hemos llegado aquí. Todos tenemos una historia que contar.

Las historias se extienden, se enriquecen, se transforman en letras de canciones, las canciones nos llevan al baile y también se asocian a lugares. Los aborígenes australianos tienen historias que se conectan con cada grieta, cada protuberancia de la gran roca sagrada de Uluru. Siguen caminos que enlazan historias y al andar recorren también esos relatos. En las culturas orales, los conocimientos más importantes deben ser mantenidos y preservados y las historias son la forma de hacerlo. El narrador ancla la historia, la sitúa, los detalles dan verosimilitud y ayudan a construir el escenario: «Dos familias, ambas iguales en dignidad, en la bella Verona, donde situamos nuestra escena» así empieza Shakespeare Romeo y Julieta.

La historia también activa y desactiva áreas cerebrales. Una pequeña región cortical, conocida en los mapas como 55b se activa cuando contamos una historia. Por otro lado, como dijo Coleridge es necesaria la «suspensión voluntaria de la incredulidad». En cierta manera, una buena historia anula el juicio crítico, ¿Que Pegaso es un caballo con alas? ¡Vale! ¿Qué Indiana Jones se lanza en una lancha salvavidas desde un avión en pleno vuelo y aterriza deslizándose en un glaciar? Lo compro. ¿Qué unos hobbits se enfrentan a magos poderosos y a miles de orcos y salen triunfantes? ¡Tiene que ser así! Como Ulises con los cantos de las sirenas, queremos oír la historia, aunque nos acerque a un peligro o nos distraiga, aunque sea inverosímil, ¡pero que sea una buena historia!

El que cuenta una buena historia capta nuestro interés, invade nuestra mente y toma el control. Es esa experiencia maravillosa de no poder cerrar un libro, de querer seguir leyendo cuando los ojos se nos cierran, de despertar y buscar de nuevo el libro. Son esos juglares que llevaban historias de pueblo en pueblo, de feria en feria y hacían que la gente riera o llorase. En ese proceso, delicioso proceso, tu cerebro te cuenta mentiras, te transporta, rellena los huecos y te cambia. A veces pensamos que escuchar o leer son procesos pasivos, estás tumbado en el sofá o sentado a una mesa con alguien con talento para hablar, pero no es así, tu mente está echando humo, todos los engranajes giran y palabra a palabra, pincelada a pincelada, el contador de historias crea imágenes profundas, poderosas, crujientes en tu cabeza. No hacen falta muchas palabras, las justas y pesan también los silencios, las miradas, los gestos. Si son importantes, son parte de la historia. Cuando Santo Tomás quiere comprobar que es Cristo quien está ante él, este le ofrece meter los dedos en la herida del lanzazo. Imagínatelo, tu Dios, tu amigo, ante tu incredulidad te ofrece que metas dos dedos dentro de su herida. Y lo haces. ¡Y los secundarios, el alma de una buena historia!: cuando Odiseo llega a Ítaca, disfrazado y cansado después de veinte años de deambular por el Mediterráneo, solo su perro Argos le reconoce. Enfermo, lleno de pulgas, el viejo chucho relaja las orejas y mueve la cola. Homero cuenta que Odiseo debe pasar de largo, para no ser descubierto, pero no puede evitar soltar una lágrima ante esa última lealtad. Hay renuncia y hay esperanza. El perro lo sabe: el rey ha vuelto. Ya puede morir.

El contador de historias no construye la experiencia, nos guía soltando migas como Pulgarcito, pero si la historia funciona es porque confluyen la imaginación del autor y la imaginación del oyente o lector. Tendemos a pensar que la comunicación es algo muy sencillo, solo tienes que hacer llegar lo que hay en tu cerebro al cerebro de otra persona. Es cualquier cosa menos sencilla. Y hay historias mucho más allá de las novelas o películas en las que pensamos habitualmente. Las historias, en su amplia variedad, son una parte central de nuestras vidas. Vemos u oímos historias en la televisión, en el teléfono, en la escuela. Hay historias en la letra del regatón que suena en la radio, en el anuncio que interrumpe la película, en los telediarios que nos cuentan la última atrocidad. Hasta cuando dormimos, hay historias. En esos sueños nuestros cerebros tienen existencias independientes, vidas diferentes que funcionan de manera menos lineal y más caótica que la vida de cuando estamos despiertos, pero funcionan igualmente y a veces, nos enseñan cosas que desconocemos. Al menos dos investigadores, Kekulé y Loewi escucharon la historia de lo que tenían que hacer para ganar el premio Nobel mientras dormían. Pero habíamos dicho que al cerebro le gustan las historias: nos pueden causar asombro, nos pueden afectar, nos enseñan el mundo, nos permiten entender el punto de vista de otra persona, nos señalan un camino o nos dicen lo que es la vida. Basta decir las palabras mágicas: «Érase que se era» o «En un lugar de la Mancha».

 

Para leer más:

 

José Ramón Alonso

CATEDRÁTICO EN LA Universidad de Salamanca

Neurocientífico: Producción científica

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