“Esta era la habitación de Mr Bleaney. Se alojó aquí
todos los años que trabajó en la fábrica, hasta que
lo trasladaron”. Unas cortinas estampadas, finas, deshilachadas,
que cuelgan diez centímetros sobre el alféizar
de una ventana que muestra un solar
cubierto de maleza y desperdicios. “Mr Bleaney
me tenía un jardín precioso”.
Una cama, una silla, una bombilla de sesenta vatios, no hay
colgador tras la puerta, ni sitio para libros o equipaje.
“Me la quedo”. Y así es como me acuesto
donde se acostaba Mr Bleaney, y aplasto mis colillas
en el mismo platillo de souvenir, y me pongo
algodones en los oídos para amortiguar
el estruendo de la radio que él la animó a comprar.
Sé cuáles eran sus hábitos: a qué hora bajaba,
que prefería las salsas ligeras, por qué
nunca perdió la fe en las quinielas.
Y también cómo era su temporada: la familia de Frinton
que le alojaba durante las vacaciones de verano,
y que pasaba las Navidades en Stoke con su hermana.
Pero si se quedaba de pie mirando el viento glacial
que alborotaba las nubes, o echado en la cama mohosa
diciéndose que ese era su hogar, y sonreía,
y temblaba, sin sacudirse el temor
de que somos tal como vivimos,
y que si a su edad lo único que podía enseñar
era una caja alquilada no debería dudar
que nada mejor merecía, eso no lo sé.
Philip Larkin
Las bodas de Pentecostés,
traducción de Damián Alou
Barcelona: Lumen, 2007 [1964]