En el lenguaje cotidiano solemos hablar de la calidez de una persona, decimos que alguien tuvo una “calurosa bienvenida” o una “cálida acogida”. Del mismo modo, también usamos expresiones como un “saludo gélido”, “un ambiente muy frío” o decimos que una noticia que acabamos de recibir nos dejó helados o nos ha caído como “un jarro de agua fría”. Por tanto, usamos términos relacionados con la temperatura para algo que no se trata de una medida física medida en grados centígrados, sino una valoración social o psicológica. Todos entendemos qué significa que una relación se ha enfriado o que una decisión ha sido recibida con gran frialdad y nadie piensa que es que el aire acondicionado estaba demasiado intenso.
Como vamos a ver, esta correlación entre calor físico y calor social no es una coincidencia.
Los psicólogos han comprobado que la valoración de una persona como “cálida o fría” es el primer paso a la hora de formar una impresión sobre alguien que nos acaban de presentar y es, esencialmente, una clasificación en “amigo o enemigo”. Una persona cálida se considera sociable, cooperadora, generosa y digna de confianza mientras que a los individuos etiquetados como fríos se les considera egocéntricos, competitivos y de poco fiar. Se ha planteado que el uso de estos términos para referirse a conceptos psicológicos abstractos se basa en nuestras experiencias tempranas del mundo que nos rodea. En la primera infancia incorporamos a nuestra estructura mental las referencias básicas del mundo físico: distancia, tamaño y temperatura, y se afianzan como un marco conceptual básico en nuestro cerebro y en nuestra vida. De esta manera se establecen unas asociaciones entre conceptos físicos y referencias abstractas, tales como un “amigo cercano”. Parece también razonable pensar que las experiencias de ese comienzo de la niñez combinan el calor físico (un abrazo) con el calor psicológico (amor de los padres). De hecho, en muchas especies incluida la nuestra, las jóvenes crías se mantienen siempre muy cerca, pegados a sus padres y a los demás miembros de su grupo.
Pero la relación también va en sentido contrario. Estudios en monos y en humanos han demostrado que el calor físico (o el frío) produce una sensación subjetiva de calor psicológico (o frío). Harry Harlow, que en la década de los 1950 estudió los efectos de criar a monos con distintos tipos de muñecos que remedaban a una madre, usaba un armazón de malla metálica con diversos accesorios. Harlow descubrió que si el modelo artifical de madre estaba solamente hecho de alambre, al crecer los monos tenían un comportamiento inapropiado, lo que denominó un déficit social pero si ese armazón metálico se recubría de una felpa y dentro se colocaba una bombilla de 100 vatios, una sencilla fuente de calor, esos animales no sufrían posteriormente esos efectos. Más recientemente y trabajando con humanos se ha visto que una experiencia transitoria de calor como sujetar una taza caliente de café, darse un baño caliente o subir la temperatura de la habitación, genera sensaciones de “calor social”: aumenta la confianza y la generosidad, sin que la persona afectada sea consciente de ello. Nuevamente, lo mismo es también cierto en sentido contrario: se hizo pasar a los sujetos de un experimento por una experiencia “socialmente fría” y se les hizo valorar la temperatura de la habitación en la que se encontraban frente a otro grupo que pasó por una situación indiferente. El grupo que pasó por la situación “fría” estimó más baja la temperatura de la habitación y eligió a la salida comidas y bebidas calientes en mayor proporción que el grupo control.
En un estudio reciente, Bargh y Shalev de la Universidad de Yale han demostrado que las personas que tienen una sensación de soledad (frialdad social) muestran un aumento de la tendencia a tomar baños calientes o duchas. En un segundo estudio del mismo grupo, comprobaron que disminuyendo la temperatura de la habitación, se incrementaba el sentimiento de soledad. En un tercer estudio, la necesidad de sentir pertenencia a un grupo y la regulación de las emociones, activada por el recuerdo de una experiencia de rechazo en el pasado, se eliminaba pasando por una experiencia de calor físico. Y finalmente, en un cuarto estudio, los dos autores norteamericanos demostraron que las personas no somos conscientes de la relación entre calidad o frialdad física y psíquica porque no establecemos ninguna asociación entre alguien que se baña mucho con alguien que se siente solo (en todo caso pensaremos que es una persona limpia). Esto indica que el calor físico y social se mezclan en nuestra vida diaria y que esos efectos de sustitución, un baño caliente por un poco de cariño, suponen un mecanismo autoregulatorio inconsciente. El baño caliente nos calma y nos hace sentirnos mejor. Está claro que bañarse o ducharse con alguien todavía puede ser más efectivo como herramienta contra la soledad.
La razón para esta conexión entre calor físico y calor psicológico, parece estar, como siempre, en nuestro cerebro. La corteza insular está implicada en el procesamiento tanto de la temperatura ambiente como de la sensación psicosocial sobre la calidez o frialdad de un encuentro, incluyendo sentimientos de confianza, empatía y emociones sociales como la vergüenza o la culpa. Estudios con resonancia magnética funcional han comprobado que una parte de esa corteza insular, la ínsula anterior izquierda, se activa por cambios en la temperatura y también por sentimientos de traición o confianza entre personas que participan en un juego.
Como en otros temas de los que hemos tratado, la Poesía, la Literatura, el Arte, llegan a menudo antes que la Ciencia a muchos descubrimientos. En la Divina Comedia, Dante encuentra en el Infierno a distintos grupos de pecadores, entre ellos a los que han cometido el pecado de traicionar a una persona que confiaba en ellos, a su país, a Dios. El castigo para este caso de frialdad social extrema es una frialdad física extrema: estos personajes aparecen congelados ante los ojos de Dante y Virgilio, y rodean a Satán, el paradigma de la traición.
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