La genética humana ha cambiado dramáticamente en los últimos años. La primera secuenciación del ADN de una persona, el proyecto Genoma Humano, necesitó casi veinte años para su realización, desde las primeras discusiones en el Departamento de Energía de Estados Unidos en 1984 a la publicación del primer genoma de un ser humano en 2003; costó 2700 millones de dólares y necesitó un consorcio internacional en el que participaron veinte grandes instituciones de Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Japón y China. En la actualidad miles de laboratorios tienen la capacidad de secuenciar un genoma humano ellos solos, en días o pocas semanas y por un coste aproximado de 1000 dólares. La nueva generación de secuenciadores anunciada por Illumina, la empresa líder en el sector, promete hacerlo más rápido, más fácil y por un coste aproximado de 100 dólares, diez veces menor.
Para que nos hagamos una idea de la rapidez de este proceso y del avance del conocimiento asociado, en 2012 se habían secuenciado unos pocos genomas humanos, en 2015 eran 65.000 y en 2017, 500.000, una cantidad que no para de crecer.
Los genes están compuestos de secuencias de ADN ubicadas en segmentos a lo largo de los cromosomas de un individuo. Los genes de una persona se transmiten de una generación a otra, lo que hace de la genética el estudio de la herencia. La longitud completa del ADN de una persona dentro de una célula se llama genoma, lo que hace que la genómica sea el estudio de la estructura del genoma a través de la cartografía y la secuenciación del ADN. La epigenética estudia el papel del ambiente en la activación y desactivación de genes.
Un problema nuevo está surgiendo, al menos en el Reino Unido. Personas con autismo se están negando a colaborar en estudios genéticos. ¿Por qué? En principio puede parecer incomprensible, los estudios genéticos pueden ayudar a entender las causas del autismo, a comprender sus mecanismos hereditarios, a poder aconsejar a las familias sobre su posible descendencia, a disponer de mejores modelos animales, ratones con algo parecido a un TEA, incluso a explorar algunas estrategias novedosas de tratamiento. El miedo es que detrás pueda haber una idea eugenésica, identificar los genes que intervienen en el desarrollo del autismo, hacer un diagnóstico prenatal de la presencia de las variantes génicas que confieren ese genes y dar a los padres la opción de interrumpir esos embarazos, eliminar los trastornos del espectro del autismo «de raíz». No es algo descabellado: en el caso del síndrome de Down en España nace un niño con el síndrome de cada 1600 nacimientos, menos de la mitad que en otros países. El motivo es claro, la posibilidad de hacer un diagnóstico prenatal por amniocentesis y en caso de detectarse la trisomía, la posibilidad de interrumpir el embarazo.
Alertado por esta problemática, Simon Baron-Cohen, director del Centro de Investigación en Autismo de la Universidad de Cambridge ha declarado que en su instituto «no tenemos ningún deseo de curar, prevenir o erradicar el autismo». Es un nuevo criterio en investigación y hay otras cosas que están cambiando: que las personas con autismo no sean solo sujetos de la investigación, «material» para los estudios genéticos sino también que puedan participar de forma activa en la priorización de las investigaciones, en su diseño y realización, y en el establecimiento de las líneas de actuación que puedan surgir a partir de esos estudios. Otra diferencia es que estamos pasando de hacer estudios basados en cohortes, grandes grupos considerados como poblaciones lo más homogéneas posibles, a estudios individualizados, atendiendo a un factor fundamental de las personas afectadas de TEA: su diversidad. El propio vocabulario en relación con el autismo también ha cambiado: hay una parte de los profesionales que quieren dejar de denominarlo «trastorno» y sustituir ese término por «condición», una expresión menos peyorativa y menos necesitada de corrección. También se habla menos de déficits, carencias, alteraciones, disfunción y más de fortalezas y retos. No es lenguaje políticamente correcto, o al menos no es solo eso, sino la necesidad de resaltar la contribución positiva que las personas con autismo hacen y pueden hacer a la sociedad.
Un concepto que está surgiendo con fuerza es el de la neurodiversidad. Las personas nos diferenciamos en el color del pelo, de la piel o de los ojos; podemos ser zurdos o diestros; diferimos en nuestra orientación sexual y en muchos aspectos de nuestra personalidad: introspección, agresividad, emotividad, inteligencia… Muchos de estos aspectos tienen una base genética sobre la que actúa eso que llamamos ambiente: la familia, la educación, las experiencias personales, etc. La neurodiversidad reconoce que los humanos somos genotípica y fenotípicamente diferentes en nuestra forma de ser y en nuestras conductas, diversos en la estructura y función de nuestro sistema nervioso y que eso conduce a comportamientos variados y a personalidades únicas e irrepetibles. Es una riqueza maravillosa. Igual que luchamos por defender la biodiversidad, la variedad de especies que habitan este planeta, debemos defender la neurodiversidad, la rica variedad de los seres humanos.
El autismo tiene una fuerte base genética, con una heredabilidad estimada entre el 60 y el 90%. Eso quiere decir que hay rasgos heredables y que es normal ver características compartidas en las familias, pero también que no todo es genética. El ejemplo más claro es que hay casos de gemelos idénticos donde uno tiene autismo y el otro no. La conclusión obvia es que sobre ese sustrato genético, que da más o menos papeletas de tener un TEA, actúan factores ambientales que actúan como espoletas, como disparadores o gatillos. Cada vez vamos encontrando más de estos factores ambientales que influyen en aumentar el riesgo de autismo entre los que se incluyen la edad del padre, las condiciones metabólicas de la madre, las características del embarazo, la exposición a sustancias contaminantes en el ambiente fetal y tras el nacimiento, la medicación durante el embarazo y un largo etcétera.
No existe el «gen del autismo». En el siglo XXI se han identificado unos 100 genes asociados al autismo con «alta confianza». Se llaman así porque esa relación ha sido encontrada en diferentes laboratorios de prestigio. Algunos de estos genes presentan mutaciones raras, capaces por sí solas de causar autismo, pero eso sucede en menos del 5% de las personas con TEA; es decir, es posible, pero es raro y solo explica una pequeña fracción de los casos de autismo. Otros estudios utilizando Big Data (gran cantidad de información de interacciones génicas y secuenciaciones completas de numerosas personas con y sin TEA) e inteligencia artificial (algoritmos que consiguen aprender de sus errores hasta lograr separar los genomas de personas con y sin TEA) ha concluido que el número de genes implicados puede ser de hasta 2 500, más del 10% del total de genes codificadores de proteínas, que se calculan en torno a los 20 500.
Además, al menos el 50% de la heredabilidad del autismo puede deberse, no a mutaciones raras sino a variantes génicas comunes que todos llevamos en mayor o menor número, pero que algunas de ellas son más o menos abundantes en las personas con autismo que en la población normotípica.
Otra de las ventajas de la disminución de los precios de la secuenciación es que el análisis genético se ha convertido en un objeto de consumo e incluso en un regalo navideño. Los motivos son diversos: te permite saber sobre tu genealogía familiar, si tienes ADN de vikingos o de africanos; te puede informar sobre el riesgo de sufrir algunas enfermedades; te relaciona con un reducido grupo de ancestros de hace más de mil años; te ayuda a localizar parientes (aunque también ha servido para localizar a algún criminal que había escapado de la policía hasta ese momento).
La ventaja es que a la hora de identificar variantes génicas comunes necesitamos estudiar los genomas de decenas de miles de personas pero estas compañías disponen cada vez más de una cantidad ingente de información y está pagada por los propios clientes que en muchos casos aceptan de buen grado que sus datos genómicos se puedan usar de forma anónima para investigación y también colaboran dando datos sobre ellos mismos o rellenando una encuesta.
El conocimiento genético puede cambiar las vidas a mejor. Es muy probable que podamos conseguir una detección temprana del autismo que llevará a una intervención temprana, que llevará a que las personas afectadas puedan alcanzar todo su potencial individual. Este objetivo no se opone al concepto de neurodiversidad porque deberíamos centrarnos en aquellos síntomas que causan discapacidad y estrés más que en todas las características específicas y distintivas del autismo. Por ejemplo deberíamos poner en la diana del trabajo de los terapeutas los retrasos del lenguaje, la epilepsia, las dificultades de aprendizaje o los trastornos gastrointestinales. La detección temprana nos debe permitir apoyar y ayudar a los niños con autismo que tienen el riesgo de llegar a la adolescencia con trastornos mentales. Dejar a un niño con autismo sin un apoyo adecuado y pensar que va a navegar un sistema educativo que no está preparado para su forma de pensar y actuar es, cuando menos, un error. Tenemos también que evitar que sea víctima de acoso por ser diferente, que se sienta solo y aislado por sus dificultades para entablar amigos y la comunicación social, que sienta que es un fracaso y que pierda la autoestima. Al mismo tiempo debemos reforzar los aspectos positivos: La honestidad, la sinceridad, la atención a los detalles, su buena memoria. Entre todos tenemos que conseguir que el mundo sea un lugar mejor para todas las personas que viven en él, incluidas aquellas que tienen autismo.
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