Es normal que en nuestra vida cotidiana distingamos entre decisiones tomadas “con la cabeza” y aquellas llevadas a cabo siguiendo “los dictados del corazón”. La dualidad razón-pasión o pensamiento-sentimiento impregna nuestro lenguaje, nuestros análisis de las cosas, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. Es una historia antigua, terriblemente equivocada y, al mismo tiempo, enormemente sugerente.
El culpable de esta equivocación tiene nombre: Aristóteles. Las aportaciones al pensamiento de este griego nacido en Estagira son de tal calidad, de tal magnitud, que es conocido como “El Filósofo”. Y sin embargo, podría ser igualmente conocido como “El Científico” porque Aristóteles establece el primer cimiento sólido para el inicio de la Ciencia: llegar a la verdad mediante la observación y la experimentación y no mediante el razonamiento abstracto. Además de sus aportaciones sobre Política, Lógica, Metafísica, Arte, Economía, Psicología o Teatro, Aristóteles es el primer biólogo, el primer biogéografo, el primer embriólogo, el primer taxónomo, el primer especialista en Anatomía comparada, el primer evolucionista y el primer estudioso, de una manera sistemática, del comportamiento animal. Sus hallazgos y teorías sobre cualquiera de estos campos le habrían granjeado un lugar en la Historia de la Ciencia pero es que él aporta en todos ellos. Y sin embargo, relega al cerebro a un segundo lugar frente al corazón como el órgano más importante del ser humano. Para Aristóteles, es el corazón y no el cerebro el que ocupa el centro rector de las sensaciones y los movimientos, donde recibimos la información sobre el mundo que nos rodea y de donde nace la respuesta a ese universo que se inicia al otro lado de nuestra piel.
A menudo se descalifica a Aristóteles con una sonrisa de autosuficiencia sin preguntarse cómo llegó a esa conclusión y porqué rebatió la opinión de muchos pensadores anteriores a él que consideraban el cerebro como el lugar de aquello que nos identificaba como seres humanos y la sede de las principales funciones mentales. Aristóteles era un hombre inteligente y las razones para considerar que el corazón era el lugar de asiento de los sentimientos no son en absoluto desdeñables, tienen rigor y son, no podía ser de otra manera, adecuadas a su época. Basándonos en sus escritos podemos citar las siguientes: el corazón ocupa una posición central en el cuerpo, más adecuada para su función coordinadora; es sensible a las emociones, cuando vemos algo que nos afecta, nos asusta por ejemplo, en el corazón se ve una reacción, se pone a latir más rápido, sin embargo, el cerebro no muestra ningún cambio; si abrimos la caja craneana y exponemos el cerebro, podemos ir cortando partes sin que el pobre animal muestre señales de sufrimiento (el cerebro no tiene receptores para el dolor) mientras que el corazón se altera profundamente ante una intervención similar.
Otras razones corresponden a la técnica limitada disponible en la Grecia clásica. Aristóteles indica que todos los animales muestran algo parecido a un corazón pero el cerebro solo se observa en vertebrados y cefalópodos (otros invertebrados tienen sistemas nerviosos pero son en red o ganglionares, difícilmente observables a simple vista); el corazón está conectado con todos los órganos de los sentidos y todos los músculos (vía los vasos sanguíneos) mientras que no observa esas conexiones desde el cerebro en muchos de ellos (a menudo son finísimas o microscópicas), también considera que el corazón es esencial para la vida mientras que un ser vivo con gran parte de su cerebro dañado puede seguir viviendo (cuando decimos que alguien ha quedado como un “vegetal” sigue respirando y viviendo) y que el corazón se forma antes que el cerebro en el desarrollo embrionario (un corazón latiendo es mucho más conspicuo que las vesículas cerebrales creciendo y plegándose.
Una mención especial merece el tema de la temperatura: para Aristóteles el corazón es caliente, un atributo de los seres superiores frente a los animales de sangre fría, mientras que el cerebro sería un órgano frío. De hecho, para él, la función del cerebro sería enfriar la sangre, manteniendo una temperatura adecuada para las funciones mentales del corazón. Nos puede parecer sorprendente pues es evidente que en todos los mamíferos la temperatura del corazón y el cerebro es la misma, 37ºC. Sabemos que Aristóteles nunca hizo una disección de un ser humano pero en cambio sí lo hizo a 49 animales diferentes desde un elefante a un caracol. La mayoría de estos animales, así como los dos de los que sabemos que hizo una vivisección, una disección en vivo, un camaleón y una tortuga, son animales de sangre fría y por tanto, es cierto que tienen el cerebro húmedo y frío al tacto. Con respecto a los de sangre caliente, como el elefante, parece lógico pensar que transcurriría un tiempo entre su muerte y la autopsia realizada por Aristóteles. El corazón, situado en el centro del cuerpo, mantendría más tiempo el calor que el cerebro, situado más cercano al exterior y que, por tanto, se enfriaría a la temperatura ambiente con mucha mayor rapidez.
La influencia de Aristóteles ha sido tal que tuvo que pasar prácticamente un milenio y medio, hasta el Renacimiento, para que se reconociera al cerebro como el lugar de la actividad mental, de la codificación de la información sensorial, del inicio del movimiento. Aún así, ha sido tal el prestigio del sabio estagirita que seguimos dibujando corazones (con una silueta no real, sino la que se creía en la Edad Media) para expresar nuestro amor e identificamos esa imagen del corazón como órgano de la pasión. Un encuentro grato es algo “cordial”, pero una mala noticia “nos rompe el corazón”, hay asesinatos “a sangre fría”, mientras que la violencia sobre un niño “nos hace hervir la sangre”, decimos cosas “con el corazón en la mano” que en el caso de un momento de ansiedad se transforma en tener “el corazón en un puño”. El Rey Ricardo era tan valiente que se le apodó “corazón de león”, un apodo parecido al que tuvo el escocés “Braveheart”. Y un último detalle. Si estás casado o prometido, mirando tus manos quizá veas un anillo en un dedo al que por esa circunstancia se le llama anular. El motivo de que coloquemos nuestras alianzas en ese dedo y no en ningún otro es porque se consideraba que desde el dedo anular partía una conexión directa al corazón.
Mientras Porcia y Bassanio se encuentran en el acto III de El mercader de Venecia suena una canción que empieza así
“Dime donde nace la pasión ¿es en el corazón o en la cabeza?”
¿Cómo se engendra? ¿cómo se nutre?
Responde, responde.
Se engendra en los ojos,
se nutre de miradas y muere
en la cuna donde reposa.
Aristóteles le habría dicho que nace en el corazón pero la ciencia avanza corrigiendo sus errores y para la época en que Shakespeare escribía estos versos ya sabíamos que la pasión, la imaginación y el amor, la valentía y el perdón, y la poesía también, residen ahí, detrás de esos ojos de los que hablaba Shakespeare, detras de esos ojos con los que lees estas líneas.
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