Durante tres semanas de mayo y junio de 2010, me invitaron a dar un curso en el Imperial College. Solo hay una cosa más asquerosa que oír una conferencia científica en verano y es tener que darla tú. Soy profesor de Geología en la Universidad de Salamanca. Mi vida es tranquila, mi trabajo es cómodo, los muchachos son majos, con esa mezcla de gente de Salamanca “de toda la vida” y recién llegados de las distintas regiones del país Cuando mi director de Departamento me comunicó que pensaba que yo era el más indicado para ir a contar la investigación del grupo, le expresé mi ligera insatisfacción. Es decir, me cagué en todos sus muertos. El final de mayo y sobre todo, junio, son épocas tranquilas. Los muchachos tienen los últimos exámenes y nosotros hacemos las reuniones de claustro para poner las notas y preparar el próximo curso. En realidad se trata de discutir unas cuantas horas para luego decidir que lo mejor es no tocar nada y virgencita, virgencita, que nos quedemos como estamos. Revisamos la distribución de aulas, el calendario de exámenes, la oferta de optativas, el programa de actividades de extensión universitaria y mil cosas más, pero esas semanas tienen un delicioso aroma a vacaciones. Cuando me llegó el billete de avión, en turista y encima en “low cost”, sentí que el suelo, el suave suelo de las tardes de junio, se abría bajo mis pies. Intenté librarme, llamé a mi jefe, planteé posibles problemas médicos, la inminente muerte de un familiar agonizante, incluso un posible congreso de geólogos donde presentaría unos resultados que hicieran que la Academia Sueca se fijase por fin en lo puntera que era la ciencia en España. No valió de nada. Él me escuchó, solícito y cínico a la vez. Sonreía con su bigote canoso y el rabo de color rojo enroscado por dentro del pantalón. Me dijo que me olvidara.
– “Nadie quiere ir a dar charlas en inglés. Tú te manejas. Nos interesan los contactos con esa gente. Lo que quieren oír, te lo sabes y no te estoy mandando a las antípodas, sino a una ciudad preciosa. Vas, les sueltas el rollo, te tomas unas cervezas y te vuelves.”
– “Ellos toman la cerveza caliente y no me gusta.”
– “Pareces un niño malcriado. Pues te tomas un roast-beef o algo parecido que sí que te gusta”
Por un momento recordé los callos que en un ejercicio suicida había comido la noche anterior, en la cena de despedida de un compañero que se casaba con la hermana de su criada rumana, veinticinco años más joven que él. La cena era para recordarla. Para tragar aquel menú de camioneros hambrientos, me bebí la cosecha de la Rioja y tres whiskeys con cola en las copas de después. Por la noche, en la cama, sentía los callos nadando en la coca-cola como si fueran las mesas del Titanic flotando en las aguas negras del Atlántico norte. Más aún, la cama se movía como el maldito barco y yo sentía que vivía, a la vez, tres naufragios. No, mejor no tentar a la suerte nunca más. Nada de atracones de roast-beef. Asumido que solo hay dos cosas inevitables, la muerte y si tu jefe te manda a dar un curso, decidí buscar alojamiento en Londres. Estoy en contra del transporte, del público y del privado. Creo que cualquier velocidad superior a la que alcanza uno andando o corriendo es un atentado a la Humanidad. Dios, si yo creyera en Dios, no nos hizo para que este cuerpo fuera a más de cien kilómetros por hora. A mis vecinos que me enseñan orgullosos el nuevo coche que se acaban de comprar, les digo que esas velocidades tienen que aplastar el cerebro contra el fondo del cráneo, reventar las neuronas como si fueran burbujas de plástico de embalar. De ellos, a los que están perdiendo pelo, les digo sonriendo, que la velocidad hace que la sangre se vaya hacia atrás y solo riegue los folículos pilosos de la nuca. Por eso allí se les mantiene bien el cabello y, en cambio, en la parte de delante, se van quedando “descapotables”. Como soy profesor de universidad, no saben si lo que les digo es en serio o, nunca mejor dicho, les estoy tomando el pelo. Con estos antecedentes entenderán que me alojara en el centro de Londres, en South Kensington. No estaba dispuesto a ir y venir todos los días desde las cercanías de la frontera con Escocia. Alquilé una habitación en un hotelito coqueto, desde el pequeño balcón me asomo y veo el río de gente que hay siempre en esta ciudad. Cuando hablan en las noticias de las arterias de Londres, no se dan cuenta de la fuerza de lo que dicen, de la verdad como puño que acaban de expresar. La arteria, le digo a mis alumnos, es el vaso sanguíneo más importante, fuerte y elástico, dispuesto a ensancharse para adaptarse a todos los latidos, a la fuerza de la sístole y el relajamiento de la diástole. Lleva sangre roja, recién oxigenada, llevando vida por todos los rincones. Ese es el centro de Londres. Los glóbulos blancos y rojos de esta arteria son la maraña costumbrista de esta gran ciudad, esos miles de personas que la recorren en una dirección o en otra, entrando y saliendo continuamente, porque nadie parece vivir allí. Hay chicas quinceañeras que entran en grupitos en las tiendas de moda y entre risas se prueban nuevos vestuarios, trajes de fiesta a la que no irán, disfraces de princesa con los que es tan fácil soñar. Hércules de gimnasio con camisetas ajustadas y una bizquera en los ojos quizá de intentar mirarse los dos bíceps al mismo tiempo. Señores mayores que se cruzan, como si no los vieran, con gentes de todas las razas y todas las pintas. Por la tarde-noche, cuando la jornada de charla y laboratorio ha terminado y he recogido todo para el día siguiente, volvía al hotel. Me daba una ducha, me ponía una camisa limpia y salía a caminar.
A esa hora, el horizonte se tiñe de violetas y granates. Cuado los japoneses ven los cuadros de Turner en el Victoria and Albert Museum se creen que esos colores son fruto de la imaginación, una licencia artística de un gran pintor. Pero no, Turner, como cualquiera, se queda asombrado de ese telón de fondo y se lo lleva en su retina para colocarlo en telas para siempre. A esa hora maravillosa donde la luz cambia y el aire llena las avenidas de Albertopolis, voy desde High Street Kensington hasta un pub en Knightsbridge donde he descubierto que tienen una maravillosa cerveza helada. Me paro en muchos sitios, me acerco a ver los escaparates, entro en un par de librerías y siempre pico con algo, algo raro, que no pueda encontrar en mis librerías amigas de Salamanca. Todos los que ojeamos libros nos sentimos buscadores de tesoros. Y solemos pensar, creer, y quizá no nos falta razón, que cada vez los logramos encontrar. Con mi libro bajo el brazo, me paro en las zapaterías de Sloane Street. Tengo echado el ojo a unos mocasines negros pero el precio se me escapa por mucho, por muchísimo, no es de profesional de la enseñanza y aun así cada tarde, les miro, pensando en un milagro que me venga a salvar. Camino y sigo mirando, escaparates, tiendas para turistas, los hombros arrebatadores de las muchachas, el cuello cerrado de un cura despistado, el reto gravitatorio de un culo africano, colores chicle en labios y camisetas, el turbante y la barba de un sij, la maravillosa biodiversidad de nuestro mundo actual.
Ayer, al atardecer entré, no sé por qué, en una tienda de recuerdos. el típico comercio con el letrero de “Souvenirs”. La tarde caía y estaban seguro a punto de cerrar.
– “¿Puedo pasar?” pregunté casi sin mirar.
– “Claro, por favor. ¿En qué le puedo ayudar? Casi di un salto, ante el tono de miel de su voz y sus ojos de gata. Una belleza latinoamericana. Pasé al español.
– “Estaba mirando, gracias.” Veía lo de siempre, Big-Bens de plástico, jarras con la foto de la Reina, autobuses de dos pisos y absolutamente cualquier cosa con la Union Jack.
– “¿Es para hacer un regalo o para Usted? Le sonreí.
– Es para hacerme un regalo a mí. Me he quedado una semana en Londres y quería llevarme algo que me recordara estos días. Querría algo que no fuera de plástico, que no estuviera hecho en China, que no fuera típico de aquí, que no fuera muy visto ni tampoco algo excéntrico. Sobre todo, me gustaría que fuera algo de aquí, del centro. Me he alojado aquí al lado y cada tarde paseo arriba y abajo estas calles.
Terminé de hablar y me sentí como un idiota, parecía que estuviera examinando a una estudiante y que pretendía que en aquella diminuta tienda tuvieran reservado para mí el cáliz de la Última Cena y una carta perdida de Shakespeare a Cervantes. Miró pensativa los estantes y luego me dijo
– “Creo que con todas esas condiciones lo único que hay en esta tienda que las cumpla soy yo.” No sé muy bien cómo explicar lo que pasó. Sé que no compré nada pero ella me regaló una postal de Kew Gardens. Le invité a una cerveza, aunque luego me dijo que fue un error, un caballero la debería haber invitado a un café. Cuando me lo dijo, me sentí fatal. Pero aceptó, se sentó conmigo en “mi” pub y se tomó una cerveza helada. Y me habló de su país, de las piedras de Cuzco y las olas rompiendo sobre las playas de Lima, de las aguas oscuras del Titicaca y los amaneceres sobre las cumbres de Machu Picchu. También de su vida en Londres. No me quiso acompañar a cenar. Volví al día siguiente y al día siguiente. Compré un oso de peluche vestido para el cambio de la guardia, un abrebotellas que el mango es una cabina telefónica, un muñeco que dicen que se parece a Tony Blair (estaba en rebajas), y un cenicero, no fumo, que pone “I love London”. Me quedé siete días más cuando ya había terminado mi trabajo. Entraba, repasaba aquel museo de los horrores en versión turística y esperaba a que cerrase. Paseábamos y un día aceptó ir a cenar. No sé que pasó, vuelvo día tras día. Mi jefe me llama cada vez más cabreado. Me tengo que ir ya de vuelta a Salamanca pero no quiero hacerlo. ¿Cómo demonios se lo voy a explicar a mi jefe? ¿Y a mi mujer?