El primer niño del autismo

En junio de 2023 falleció el que se consideraba el paciente uno del autismo, el primer caso diagnosticado: Donald Gray Triplett. Es una afiliación probablemente errónea pues Grunya Sukhareva había hecho una descripción de muchachos autistas muy anterior, pero en 1943 Leo Kanner, médico de la universidad norteamericana Johns Hopkins y pionero de la psiquiatría infantil, lo incluyó en un artículo seminal y es la referencia que sigue vigente en muchos textos sobre el autismo.

Pocos años antes, Kanner había recibido una carta de un padre preocupado llamado Oliver Triplett Jr., un abogado de Forest, en el estado de Misisipí. A lo largo de treinta y tres páginas, Triplett explicaba con detalle los primeros cinco años de la vida de su hijo Donald. Muchas veces a lo largo de los siguientes años, Kanner se refirió al «detalle obsesivo» de la carta. El muchacho, escribía su padre, casi nunca lloraba para estar con su madre, parecía haberse retraído «en su caparazón», para «vivir dentro de sí mismo», y parecía ser «perfectamente ajeno a todo lo que le rodeaba». Sin ningún interés obvio por los seres humanos -incluidos sus padres, por los que no mostraba «ningún afecto aparente»- tenía varias obsesiones, incluida «una manía por hacer girar bloques y cacerolas y otros objetos redondos», le fascinaban los números, las notas musicales, las imágenes de los presidentes de Estados Unidos y las letras del alfabeto, que le gustaba recitar en orden inverso. Físicamente torpe, también tenía intensas aversiones: la leche, los columpios, los triciclos -«casi les tenía terror»- y cualquier cambio en sus rutinas o interrupción de sus procesos internos de pensamiento: «Cuando se interfiere con él tiene rabietas, durante las cuales es destructivo». Generalmente, no respondía cuando se le llamaba por su nombre -parecía no haberlo oído-, sino que «había que cogerlo y llevarlo o conducirlo adonde tuviera que ir». Pero con todos sus problemas de desarrollo, Donald también mostraba habilidades llamativas. A los dos años había memorizado el salmo 23 «El señor es mi pastor…», podía recitar palabra por palabra veinticinco preguntas y respuestas del catecismo presbiteriano y tenía una entonación perfecta. «Parece estar siempre pensando y pensando», escribió su padre. Era, en una frase desgarradora, «más feliz cuando le dejaban solo».

Donald Triplett

La carta de Oliver -las manifestaciones de un profano, pero también de un padre- ocupan ahora un lugar único en el canon de los estudios sobre el autismo. Citadas durante décadas y traducidas a varios idiomas, las observaciones de Oliver Triplett constituyeron la primera lista detallada de síntomas que ahora son instantáneamente reconocibles para cualquiera que conozca el autismo. No es exagerado decir que el diagnóstico consensuado de autismo -el que se aplica aún hoy- se basó, al menos en parte, en los síntomas de Donald descritos por su padre.

Mary, Oliver y Donald hicieron el largo viaje de Misisipí a Baltimore para que Kanner viera al niño. Cuando el psiquiatra infantil finalmente conoció a Donald, confirmó todo lo descrito por su padre y más. Donald entró en la habitación, recordó Kanner más tarde, y se dirigió directamente hacia los bloques y los juguetes, «sin prestar la menor atención a las personas presentes». Kanner tenía un truco en la manga que hoy en día suscitaría desaprobación: pinchó a Donald con un alfiler. El resultado fue revelador. A Donald no le gustó -le dolió-, pero no por ello mostró ninguna reacción hacia Kanner. A este le pareció que no podía relacionar el dolor con la persona que se lo había infligido. De hecho, durante toda la visita, Donald permaneció completamente indiferente a Kanner, tan poco interesado en él como en «el escritorio, la estantería o el archivador».

Leo Kanner

El caso interesó al psiquiatra y en los siguientes años empezó a identificar otros niños con síntomas parecidos. En su artículo de 1943 titulado «Autistic Disturbances of Affective Contact» Kanner incluyó la descripción de once niños que compartían una serie de síntomas entre los que estaban el deseo de estar solo y la necesidad de invariabilidad. Donald fue el primer niño de ese artículo, identificado como «Caso 1… Donald T», en el que Kanner anunciaba el descubrimiento de una afección diferente «a todo lo conocido hasta entonces». Ahora lo conocemos como trastorno del espectro autista o TEA. Quizá la diferencia más notable entre aquella época y la nuestra es que en aquel 1943 el trastorno se consideraba extremadamente raro y Kanner, que sin duda veía cientos de niños con condiciones diversas, solo había conseguido identificar en años de trabajo esos once casos, todos niños. En la actualidad, 67 años después, médicos, padres, políticos y periodistas hablan a menudo de una «epidemia de autismo». La tasa de TEA, que se presenta en diversas formas y grados de gravedad -de ahí lo de espectro-, se ha acelerado drásticamente desde principios de la década de 1990, y se calcula que alguna forma de TEA afecta ahora a más de uno de cada 100 niños. Y no tenemos un claro consenso de por qué es así.

En 1951, un psicólogo, mentalista e hipnotizador de origen húngaro llamado Franz Polgar fue contratado para actuar una única noche en Forest. El pueblo contaba con unos 3.000 habitantes y carecía de un hotel, así que quizá debido a su posición social -se hacía llamar Dr. Polgar, había aparecido en la revista Life y afirmaba (falsamente) haber sido el «hipnotizador médico» de Sigmund Freud-, Polgar fue alojado en casa de una de las parejas más ricas y cultas de Forest, que trató al estimado como su invitado personal. Sí, los Triplett. La actuación del mentalista Polgar, publicitado como «el que todo lo sabe y todo lo ve», llevaba varios años asombrando al público de ciudades grandes y pequeñas de Estados Unidos. Pero aquella noche el que quedó deslumbrado fue él, cuando conoció al hijo mayor de la pareja, Donald, que entonces tenía 18 años. El joven autista, extrañamente distante, desinteresado en la conversación y torpe en sus movimientos, poseía sin embargo algunas facultades llamativas. Tenía una habilidad impecable para nombrar notas musicales mientras sonaban en un piano y era un genio para multiplicar números en su cabeza. Polgar probó «¿87 por 23?», y Donald, con los ojos cerrados y sin dudar lo más mínimo, respondió correctamente «2001». De hecho, Donald era una especie de leyenda local. Hasta los habitantes de los pueblos vecinos habían oído hablar del adolescente de Forest que había calculado el número de ladrillos de la fachada del instituto -el mismo edificio en el que Polgar iba a actuar- con sólo mirarlo. Un largo recuento permitió comprobar que estaba en lo cierto.

Franz Polgar

Según la historia que se contaba después en la familia, Polgar hizo la función y, después de las últimas reverencias ante el público, se dirigió a sus anfitriones con una propuesta: que le permitieran llevarse a Donald de gira, como parte de su espectáculo. Los padres de Donald se sorprendieron y se negaron. «Mi madre», recuerda Oliver, el hermano de Donald, «no estaba nada interesada». Por un lado, las cosas por fin le iban bien a Donald, después de un comienzo difícil en la vida. «Ella le explicó [a Polgar] que Donald iba a la escuela y que tenía que seguir yendo a clase», dice Oliver. Con el típico buen sentido común de las madres, explicó que el muchacho no podía dejarlo todo para dedicarse al mundo del espectáculo, y menos cuando tenía la universidad en el punto de mira. Quizá a Donald le salvó la buena situación económica de sus padres, que hacía que entregar al niño al show business no fuera una perspectiva deseable, pero también su confianza en él, su esperanza de que podría tener una vida rica y plena.

Donald fue llevado a una institución cuando sólo tenía 3 años. En los archivos del Johns Hopkins se cita al médico de cabecera de Mississippi que sugería que el niño había sido sobreestimulado por los padres. La negativa de Donald de pequeño a alimentarse por sí mismo, combinada con otros comportamientos problemáticos que sus padres no podían manejar, hizo que el médico recomendara «un cambio de ambiente». En agosto de 1937, Donald ingresó en un centro estatal a 80 km de su casa, en una ciudad que entonces se llamaba Sanatorium, Misisipí. De hecho, el gran edificio donde le alojaron es algo típico de la época, centros que habían tenido su función y habían caído en desuso: un hospital antituberculoso. El lugar no estaba diseñado para un niño como Donald y, según el médico que le evaluó, su respuesta al llegar fue dramática: «se derrumbó físicamente». En aquella época, el internamiento era la opción habitual para cualquier tipo de trastorno mental. Su madre le describía en una carta desesperada como su «hijo loco sin remedio». Estar en una institución, sin embargo, no ayudó. «Parece -escribió más tarde su evaluador de Johns Hopkins- que había pasado por su peor fase». Con las visitas de sus padres limitadas a dos veces al mes, su predisposición a evitar el contacto con la gente se amplió a todo lo demás -juguetes, comida, música, movimiento- hasta el punto de que «se sentaba inmóvil, sin prestar atención a nada» y pasaba así los días.

Los padres de Donald vinieron a buscarlo en agosto de 1938. Para entonces, al cabo de un año de internamiento, Donald volvía a comer y había recuperado la salud. Aunque ahora «jugaba entre los demás niños», señalaron los autores del informe, lo hacía «sin participar en sus ocupaciones». No obstante, el director del centro dijo a los padres de Donald que el niño «se encontraba bien» e intentó convencerles de que no se llevaran a su hijo. De hecho, les dijo que «le dejaran en paz», pero ellos se mantuvieron firmes y se llevaron a Donald a casa. Más tarde, cuando pidieron al director que les proporcionara una evaluación escrita del año que Donald había pasado allí, recibieron menos de media página. El problema del niño, concluyó el director del centro, era probablemente «alguna enfermedad glandular». Los registros médicos que se conservan de esa visita inicial contienen una anotación precedida de un signo de interrogación: esquizofrenia. Era uno de los pocos diagnósticos que se acercaban siquiera a tener sentido, porque estaba claro que Donald era esencialmente un niño inteligente, como fácilmente podría serlo una persona con esquizofrenia. Pero nada en su comportamiento sugería que Donald experimentara las alucinaciones típicas de la esquizofrenia. No veía cosas que no estaban ahí, aunque ignorara a las personas que sí las veían.

Kanner mantuvo a Donald en observación durante dos semanas y luego los Triplett regresaron a casa, sin respuestas. Kanner no tenía ni idea de cómo diagnosticar al niño. Más tarde escribiría a Mary Triplett, que había empezado a enviar actualizaciones frecuentes sobre Donald: «Nadie se da cuenta más que yo mismo de que en ningún momento usted o su marido han recibido un diagnóstico… claro e inequívoco». Se daba cuenta, escribió, de que estaba viendo «por primera vez una enfermedad que hasta ahora no se había descrito en la literatura psiquiátrica ni en ninguna otra». Kanner no acuñó el término autista. Ya se utilizaba en psiquiatría, no como el nombre de un síndrome, sino como un término observacional que describía el modo en que algunos pacientes con esquizofrenia se apartaban del contacto con quienes les rodeaban. Al igual que la palabra febril, describía un síntoma, no una enfermedad. Pero ahora Kanner la utilizaba para señalar y etiquetar un complejo conjunto de comportamientos que juntos constituían un único diagnóstico nunca antes reconocido: el autismo.

¿Acertaron sus padres? ¿Qué fue de Donald? Parte de la respuesta está en los archivos de la Universidad Johns Hopkins, donde Kanner estudió su caso, pero el resto estaba en Forest, donde vivía Donald Gray Triplett hasta su fallecimiento este verano de 2023. Donald conducía, daba paseos para hacer ejercicio, tenía algo de vida social y disfrutaba de las cosas que le gustan, ver la televisión y, sobre todo, jugar al golf. De hecho, iba al campo de golf todos los días, si el tiempo lo permitía. Y casi todos los días jugaba solo. No todos los socios del club sabían que «DT» -como se le conocía en el club- tenía autismo. Hay quien es más observador y quien lo es menos. Quizá sus peculiaridades eran difíciles de pasar por alto, su forma de caminar, su torpeza para algunas cosas, sus silencios, pero gozaba de libertad, independencia y buena salud. En general, la vida le fue bien al primer niño del autismo, parece una vida sencilla, tranquila, probablemente feliz.

 

La historia de Donald tiene muchas moralejas. Los niños con autismo crecerán y se convertirán en adultos con autismo, y en la mayoría de los casos acabarán sobreviviendo a los padres que fueron su principal apoyo. En una o dos décadas tendremos miles de personas con autismo entrando en la vida adulta. Algunos de ellos tendrán las variantes menos graves -lo que antes llamábamos síndrome de Asperger o autismo de alto funcionamiento- y podrán llevar una vida más independiente y satisfactoria, pero incluso ese subgrupo necesitarán distintos tipos de apoyo, y las necesidades de quienes tienen un perfil de autismo con más limitaciones serán profundas y constantes. Debemos pensar en ello desde ya.

Cómo respondamos a esas necesidades dependerá en gran medida de cómo veamos a los adultos con autismo. Podemos alejarnos, considerarlos personas con mala suerte y al menos tener la mínima altura moral para preocuparnos de atender sus necesidades básicas. El problema es que eso lleva a menudo a esconderlos y almacenarlos de por vida. Otra idea, mejor en mi opinión, es sustituir la compasión hacia ellos por la ambición por ellos. La clave de este punto de vista es que ellos son nosotros y que los que no tenemos autismo debemos apoyar activamente a los que sí lo tienen. Establecer objetivos, poner medios, repasar los resultados y volver una y otra vez a por más.

 

Para leer más:

 

José Ramón Alonso

CATEDRÁTICO EN LA Universidad de Salamanca

Neurocientífico: Producción científica

ORCIDLensScopusWebofScienceScholar

BNEDialNetGredosLibrary of Congress


4 respuestas a «El primer niño del autismo»

  1. Avatar de Antonio Marín
    Antonio Marín

    Gran y ejemplar historia de sacrificio y superación.

  2. Avatar de inmacolgar
    inmacolgar

    Excelente artículo. Los padres de Donald lucharon,cuestionaron diagnósticos… porque tenían conocimientos gracias a un poder adquisitivo alto. Ahora no tenemos excusa. Podemos acceder a información fiable gratis. Podemos entender que una vida digna es un derecho y un deber o,al menos,no poner obstáculos.

  3. Avatar de hgarcian

    Excelente artículo que llena un poquito de esperanza a los padres de niños con autismo.
    Tenemos que concienciar, «un poquito», aunque sea… de que hay personas diferentes que lo son porque son neurodivergentes y tienen otras necesidades y otras maneras de percibir y sentir el mundo que les rodea y… por lo tanto, de relacionarse con ese mundo, que la mayoría de las veces les sobrecarga y abruma.
    Muchas, muchas gracias José Ramón :)

  4. Avatar de Rafael García Montero
    Rafael García Montero

    Estimado Sr. José Ramón :
    Agradezco su excelente estudio. El autismo es una sabia posición defensiva, de cada vez más y
    más niños, en su contacto social a partir del 1,5 año, edad. Para entender y aceptar esta realidad,
    las personas neurotipicas tienen que asumir y profundizar en la transformación social desde finales
    del siglo XIX, la velocidad de esta transformación, que es y quien es el «Sistema», que es el Spectum10 K. y la reacción de las Sociedades Autistas, la relación entre el Specrum 10K y el Sistema y con qué fines….

Muchas gracias por comentar


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