El cerebro goloso

Los seres humanos buscamos el placer. Aristóteles, el gran filósofo griego del siglo IV a.e.c, escribió en su Ética a Nicómaco que perseguir directamente el placer es perderlo. El hombre sabio aprende a refrenar sus deseos y busca lo que los franceses llaman «le sense de la mesure», el sentido de la medida. De lo contrario, pronto nos convertiríamos en esclavos de nuestros apetitos. Una fuente de placer y de apetito para muchas personas son las cosas dulces.

El azúcar está presente en todos los alimentos que contienen hidratos de carbono, como la fruta, los cereales, los productos lácteos y las verduras. Sin embargo, cuando los médicos se preocupan por el azúcar, rara vez se refieren al que se encuentra de forma natural en estos alimentos; lo que les preocupa son los llamados «azúcares añadidos», es decir, los edulcorantes calóricos que se añaden a los alimentos durante su preparación, ya sea en la cocina de casa o más comúnmente en las cadenas de producción de la industria alimentaria. Las personas que consumen más azúcar tienden a engordar y las que lo reducen tienden a adelgazar. Hay varias explicaciones posibles, la más sencilla es que las personas que comen más azúcar tienden a comer más, y punto.

El 5% de la población mundial es obesa. La obesidad está asociada a la diabetes de tipo 2, las enfermedades cardiovasculares, los problemas respiratorios, el riesgo de depresión y, posiblemente, la demencia. El aumento del consumo de alimentos hipercalóricos ha exagerado la distinción fisiológica entre el hambre homeostática, que se produce tras la privación de alimentos, comes porque tienes hambre, y el hambre hedónica, o «ansia», que se produce incluso cuando estamos saciados. Comemos sin hambre y sin ganas, pero comemos, a menudo en exceso. Una línea de investigación sobre la obesidad es intentar entender el efecto que los alimentos muy apetecibles tienen sobre los mecanismos cerebrales de recompensa y placer, dos fenómenos cerebrales básicos para el desarrollo de hábitos.

La glucosa es la principal fuente de energía de todas las células del cuerpo. Como el cerebro es tan rico en células, neuronas y células gliales, es el órgano que más energía consume, ya que utiliza la mitad de toda la energía que el cuerpo obtiene del azúcar. Por otro lado, tanto la hiperglucemia, exceso de azúcar en la sangre, como la hipoglucemia, poco azúcar en sangre, pueden dañar los vasos sanguíneos del cerebro. Funciones cerebrales como el pensamiento, la memoria y el aprendizaje están estrechamente vinculadas a los niveles de glucosa y a la eficacia con que el cerebro utiliza esta fuente de combustible. Quemamos azúcar para soñar, amar y caminar. Si no hay suficiente glucosa en el cerebro, por ejemplo, no se producen los neurotransmisores, los mensajeros químicos del cerebro, y se interrumpe la comunicación entre las neuronas. Además, la hipoglucemia, una complicación frecuente de la diabetes, puede provocar una caída de la función cerebral y está relacionada con una atención y una función cognitiva deficientes. La hipoglucemia induce varios procesos mediados por el sistema nervioso como temblores, sudoración, nerviosismo, ansiedad, irritabilidad, confusión, mareos y hambre. La hiperglucemia también es problemática y puede alterar el sistema nervioso y dañar nervios y vasos sanguíneos. Esto puede provocar problemas de memoria y aprendizaje, cambios de humor, aumento de peso, cambios hormonales y, con el tiempo, otros problemas graves como la enfermedad de Alzheimer. Dado que tanto los niveles altos como los bajos de azúcar en sangre pueden causar daños, es importante que todas las personas, pero en particular aquellas con diabetes, mantengan sus niveles de azúcar en sangre dentro del rango adecuado.

El consumo de sacarosa se asocia a la obesidad y, aunque es un tema todavía en discusión, muchos investigadores consideran que el azúcar es una sustancia adictiva. Algunos investigadores discrepan de esta afirmación debido a las dificultades para separar el consumo de alimentos de la respuesta hedónica a los alimentos, y para determinar cuál sería el ingrediente adictivo en los alimentos procesados, donde hay miles de moléculas, así como los diferentes mecanismos por los que los alimentos alteran los circuitos cerebrales a través de vías naturales. No obstante, lo que sí se sabe es que, en contextos concretos, la ingesta de azúcar induce recompensa cuando la tomamos y ansia cuando no la tomamos comparables en magnitud a los generados por las drogas adictivas, y eso conduce a un consumo excesivo de los alimentos azucarados y, finalmente, al sobrepeso y la obesidad.

La aparición de la alimentación compulsiva depende de múltiples factores, y los estudios causales en humanos plantean problemas éticos. No se debe dar a una persona, aunque sea voluntaria, algo dañino como es un exceso de azúcar. Por ello, la mayoría de los estudios sobre el comportamiento alimentario y la ingestión de azúcar se han realizado en ratas. Aunque las ratas son «golosas», sus mecanismos homeostáticos, importantes para el aumento de peso, el metabolismo y el tipo de acumulación de grasa, difieren significativamente de los de los humanos. Hay una opción interesante, que son los cerdos, que se parecen más a nosotros de lo que a veces pensamos. El equipo de investigación liderado por Michael Winterdahl utilizó minicerdos, un animal omnívoro de buen tamaño con un cerebro girencefálico bien desarrollado, para analizar los efectos del consumo de azúcar sobre los sistemas dopaminérgico y opioide del cerebro. Los investigadores alimentaron a los animales con las cantidades habituales de su comida normal, pero a una parte de ellos se les añadió azúcar en la dieta.

El principal resultado fue que el consumo de azúcar altera la química cerebral tras el consumo durante doce días. De hecho, el sistema opioide, que es la parte de la química cerebral que se asocia con el bienestar y el placer, ya estaba activado tras la primera vez que los animales tomaron azúcar. Los cambios generados por el azúcar se observaron en la corteza anterior del cíngulo y en el núcleo accumbens, dos regiones cerebrales que son parte del circuito de recompensa y esto concuerda con la liberación de opioides endógenos, moléculas parecidas a las del opio que genera el propio cerebro. La comida apetitosa, incluidas las cosas azucaradas, puede provocar sensaciones de placer al estimular la liberación de opioides. Los resultados del estudio sugieren que el azúcar produce una sensación de placer en el circuito de recompensa, el mismo que secuestran las drogas adictivas.

El segundo sistema estudiado es el dopaminérgico, el que utiliza un transmisor denominado dopamina. La ingesta de sacarosa libera dopamina e induce dependencia en roedores, y se ha demostrado que la sacarosa genera incluso más placer que la cocaína para los roedores en determinados contextos. Así, los roedores trabajan más intensamente para obtener azúcar que para conseguir cocaína, incluso en ausencia de privación de alimento; es decir, cuando no tienen hambre. Los estudios conductuales de la ingesta de alimentos suelen centrarse en animales a los que se les restringe la comida, pero el diseño puede no reflejar necesariamente los mismos mecanismos neurales activos en la obesidad. Muchas veces el problema del sobrepeso es que seguimos comiendo cuando no tenemos hambre, en particular alimentos que nos gustan, que nos generan placer.

Cuando experimentamos algo significativo, el cerebro nos recompensa con una sensación de disfrute, felicidad y bienestar. Puede ocurrir como resultado de estímulos naturales, como el sexo, beber cuando tenemos sed o la socialización, pero también por otras menos mundanas como aprender algo nuevo, tomar una decisión o ayudar a un desconocido. Tanto los estímulos naturales como los «artificiales», como las drogas, activan el sistema de recompensa del cerebro, donde se liberan neurotransmisores como la dopamina y los opiáceos. Ahora sabemos que los alimentos ricos en azúcar actúan sobre esos mismos circuitos de recompensa del cerebro, de forma similar a la observada cuando se consumen drogas adictivas, y que el azúcar, incluso en poco tiempo, es capaz de alterar la química cerebral.

 

 

Para leer más:

  • Westwater ML, Fletcher PC, Ziauddeen H (2016) Sugar addiction: the state of the science. Eur J Nutr 55(Suppl 2): 55-69.
  • Winterdahl M, Noer O, Orlowski D, Schacht AC, Jakobsen S, Alstrup AKO, Gjedde A, Landau AM (2019) Sucrose intake lowers μ-opioid and dopamine D2/3 receptor availability in porcine brain. Sci Rep 9(1): 16918.

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José Ramón Alonso

CATEDRÁTICO EN LA Universidad de Salamanca

Neurocientífico: Producción científica

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