Un tesoro en el encinar

Nuestro padre falleció hace dos veranos, en ese mes donde las noches son cortas y los campos estallan de trigos y perdices. Era ya un viejo, casi alcanzó los sesenta, y pudo dejar en orden sus cosas en este mundo y prepararse para el que le acoge ahora. Era un hombre religioso y había cumplido con los sacrificios, agradeciendo cada nacimiento de un hijo, -nueve hubiésemos llegado a ser si la enfermedad y la guerra no se hubieran llevado su parte- y pidiendo cada invierno, en la fiesta de la Noche Larga, porque el frio terminara y de nuevo pudiéramos sembrar las tierras. Lug fue propicio con él porque siempre premia a quien da algo de comida al que no tiene nada, y a quien socorre a los enfermos que se sientan en los cruces de los caminos a esperar una limosna o un consejo para su curación. También en nuestra tierra, en estos páramos de la Celtiberia, dejó mi padre paz y concordia. Fue de los más valientes en la lucha contra los invasores, peleó en Uxama y  en las campas de Contrebia Belaisca, pero cuando vio que  las legiones y sus aliados eran una marea imparable supo llegar a un acuerdo justo. La tésera con forma de jabalí recoge el pacto y ahora la lleva con honor mi hermano Órtin, que fue nombrado jefe del poblado y padre de toda la familia.

            Antes de morir mi padre nos repartió sus posesiones, como había hecho con él el abuelo. A mi hermana Bileston, soltera, la casa. Todos lo entendimos. A pesar de ser mujer, nadie debería vivir en casa ajena y ella, que no podía tener hijos, ya no tendría hombre. A mi hermano Baiser el molino, donde ya trabajaba desde que volvió de la guerra del Norte. Seguirá con los cabellos blancos por la harina hasta que se tornen blancos por la edad. A mi hermana Asterdumar, los dineros, que no eran mucho para ser los ahorros de toda una vida. Esa será su dote y Órtin debe encontrarle este año, pasados ya los lutos, un buen esposo. A mi hermano Teita y a mí, los encinares. Teita arrancó las encinas para poder plantar cebada. Las hizo leña y sacó unas  monedas, pero cuando uno mira esos campos parece que la única cosecha son piedras, grandes como cabezas de niño. Yo las conservé. El primer año arrendé el encinar para montanera de cerdos. Esas bellotas que tiran mis árboles engordan los marranos como nada y hay tantas que aunque guardamos bellotas para el invierno nadie quiere hacer tortas ni pasteles con ellas. Me gustan esos árboles fuertes y majestuosos. Me gusta subirme a una loma y ver sus copas amplias y redondas, de un verde oscuro sobre la tierra roja. Los milanos y algún azor vuelan sobre ellas en lentas curvas, esperando sorprender a un conejo descuidado. El vuelo de las golondrinas cubre el atardecer y piensas que, cuando uno no esté, esas encinas seguirán ahí para mi hijo y para los hijos de mi hijo, protegiendo las tierras de los hielos, la sequía, la dureza del sol.

Cuando me ofrecían comprar mis encinares, decía que no los vendía, que había un tesoro enterrado y que hasta que no lo encontrase, ni pensar en vender. En junio lo encontré. Había ido al encinar con Erdi. Le llamo así porque más que un perro parece medio. Es pequeño y raquítico, pero tiene un olfato único para encontrar el zorro y el jabalí. Después de corretear espantando pájaros y conejos, Erdi se puso a escarbar y sacó lo que parecía una raíz redonda y gruesa. Tenía un color gris oscuro, con trozos tirando a violeta o morado. Su superficie era rugosa, con una piel fina salpicada de verrugas. El interior era compacto y carnoso, pero lo más llamativo era su olor intenso y picante, y ese sabor que hace que la caza parezca más deliciosa al cocinarla de lo que ya es. Se llama tuber o trufa y los romanos las pagan muy bien porque las usan en sus banquetes. Un comerciante de Iliris llega cada quincena al poblado con un carro y una balanza y me paga en buena plata todas las que haya podido reunir. Desde el verano saco tanto con la trufas como mi hermano con su centeno, eso sí, me lleva menos trabajo y, mientras Lug vela mi sueño, puedo dormir la siesta bajo una encina centenaria.  A Erdi también le gusta así y se tumba a mi lado, a dejar que el aire nos arrulle oliendo esta tierra áspera donde descansa mi padre, donde algún día yo también dormiré para siempre, rodeado de trufas y piedras, de las vasijas donde bebo y como, de mi espada corta, del olor del tomillo y del canto de las cigarras.