Es un día terrible. Hasta entonces has vivido como una reina, como una maharaní según dice mi padre que siempre tiene alguna palabra rara preparada. Tienes un mundo, tu mundo, con todo controlado. Te levantas y te vistes (bueno, con un poco de ayuda, pero te vistes). Conoces tu cama, tu pijama, el peluche que asoma entre las sábanas, las zapatillas y hasta el tacto frío de las baldosas. Te lavas la cara para despertar, los grifos con su forma de aspa y coronados por los pequeños círculos de color rojo y azul, el rojo el caliente y el azul el frío; el espejo donde todavía no me veo; la bañera, los botes de mamá y la caja negra de la maquinilla de afeitar de papá. Podría encontrar cada cosa aunque fuera a oscuras. Cierro los ojos y lo recorro con la imaginación, soy capaz de flotar por el cuarto de baño y ver los grifos desde arriba como cuando me agarra papá con un brazo y me sube para sonreírnos los dos en el espejo. Me gusta oler el jabón y sentir el agua corriendo entre mis dedos. Terminas de lavarte y vas para la cocina. Te tomas el desayuno: leche caliente, una magdalena y un trocito de pan tostado en la chapa de la cocina. Luego una serie de juegos, saltos, aventuras y exploraciones, charlas y regañinas, así hasta la hora de comer. Parece que me paso el día comiendo pero son las únicas horas fijas, las obligaciones del día. El resto, tú decides, mirar que hay en un cajón, andar por una tabla de la tarima sin pisar las rayas, llevar un papel a la basura y abrir el cubo pisando la palanquita, hacer un dibujo en un papel o recortar un señor o un coche en un periódico viejo. Pero el día se acerca ya. Ese maldito día. El primer día de cole. Mañana. Y menuda cuando dices que no quieres ir, ¡lo que tienes que oír!
– “¿Qué para qué tienes que ir? Para que aprendas a leer, a escribir y a hacer cuentas.”
– “¡Y para qué quiero saber eso, si nunca lo he necesitado y no me ha pasado nada!
– “Para que tengas amiguitos y juegues con ellos.”
– “Si no quiero jugar con ellos”, si me da miedo, si con papá, mamá y el abuelo, no necesito a nadie más, si para jugar tengo la Nancy y el dinosaurio, y las tapas de los botes de mermelada, y las conchas que me trajo el tío, y puedo perseguir a las palomas, y ayudarte a pelar guisantes que es tan divertido y hacer rascacielos con el juego de construcción y ver saltar las llamas por el agujero de la cocina, y….
Además, esos del cole, ¿quiénes son?, ¿por qué se creen tan importantes?, ¿saben si va a llover mirando la panza de las nubes como el abuelo?, ¿saben liar un cigarrillo como mi papá usando solo una mano que parece magia?, ¿saben hacer chorizos como mamá dando vueltas a esa máquina fabulosa que no me dejan tocar? ¡No!, solo saben leer, escribir, y hacer cuentas, cosas que no valen para nada y encima no se dan cuenta de que no valen para nada. Mamá me ha dicho que me deje de bobadas, que lo voy a pasar muy bien y que luego voy a estar deseando volver a la escuela. Pero me da miedo. Como no hay otros niños en la aldea, tengo que salir al cruce, creo que me lleva el abuelo, y allí me recogerá el autobús del cole. No he montado nunca en autobús, en coche sí, porque cuando vino el tío en verano nos llevó a Burela. Mis papás no tienen coche pero como ellos dicen no lo tenemos porque no nos hace falta. Ya he visto ese autobús y es grandote y lento, hace ruido y echa mucho humo. Vamos, una porquería. Además, la gente te mira desde muy alto. Yo les veo los agujeros de la nariz y ellos me tienen que ver el remolino del pelo, nada más. ¿Cómo puedes apreciar a alguien a quien sólo le ves los agujeros de la nariz, grandes y pequeños, con pelos y sin pelos, tapados por bigotes o subrayados por una sonrisa? Y mañana veré coronillas y remolinos, nada más. ¡Qué asco!
Vamos para el cruce. El abuelo va de morro porque le ha tocado ponerse los zapatos y porque sabe que vamos a estar muchas horas sin vernos. Me ve triste y se pone triste y yo me asusto pues si al abuelo no le gusta, ¿cómo va a ser bueno para mí? Voy mirando las piedras, la tapia de Manolo, el vecino, unas zarzas donde las moras empiezan a tener el color negrito que dice “comedme”, un pájaro que pía y desaparece. Miro todo para asegurarme que está allí y con miedo de no volverlo a ver más, de que cuando vuelva del cole en el autobús, mi mundo ya no será el mismo. No sé si estas tapias seguirán en su sitio, si alguien se habrá comido las moras que llevo esperando todo el verano, quiero pensar que mis padres y el abuelo estarán allí, pero estoy asustada. Busco mi sombra para ver si me acompaña, si viene conmigo esa compañera de juegos de todo el verano. Hoy no está, hace un día gris y desapacible, como aviso de lo que me espera en el colegio.
Acabo de venir del cole. Y estoy sorprendida. ¡Obnubilada que diría mi padre! Mi madre dice que es que sólo se ha comprado un libro pero era un diccionario y se lo aprendió bien. Quiero volver al cole. No por los niños, eran unos patosos, llorando aterrados llamando a gritos a su mamá (yo también hubiese querido gritar llamando a mamá o a papá, pero tengo ya tres años y no puedo hacer esas bobadas). No por el profesor que después de toda la mañana juntos todavía no sabía cómo me llamo (¡y ése es el que me va a enseñar!). No por el autobús, que es todavía más sucio y ruidoso por dentro que por fuera. Por la conductora del autobús. Si la ven, pequeñita y seria, un pantalón vaquero, una chaqueta verde y un pelo rizoso negro, que solo le tapa un poco el cuello, no se lo imaginarán. Los niños tampoco se han dado cuenta, los mayores enfadados porque no les dejaba montar follón y los pequeños asustados de los mayores, del autobús, de los otros pequeños, del cole. Pero yo lo he visto: aquella mujer es la persona más poderosa del mundo (del Universo mundo, diría mi padre), una auténtica meiga. Puede más que papá que sabe palabras que empiezan por eñe, más que mamá que sabe cuando alguien (gallina, mayor o niño) está enfermo, hasta antes de que lo esté, puede más que el abuelo que estuvo en una guerra y vio un cordero con dos cabezas… Puede más, porque es capaz de hacer llover cuando ella quiere. He decidido ir al colegio, aprender lo que haga falta (aunque sean cuentas o a leer) para poder ser como ella. Ser conductora de autobús no está nada mal pero ¡hacer llover! Tener buena cosecha todos los años. Guisantes y tomates, el maíz de las gallinas, patatas, repollos, berenjenas y judías, y las uvas del abuelo. ¡Hacer llover! Yo lo he visto, tres veces en el camino desde el cruce a la escuela ¡La he visto hacerlo a la meiga! Daba a una palanca al lado del volante del autobús y de repente con el balanceo de aquellas varitas negras para un lado y para otro, para un lado y para otro, de inmediato empezaba a caer lluvia sobre el cristal y sobre todo el campo. Finas gotas como chispas de diamante, gruesos goterones que estallaban como huevos, haciendo cada uno -casi- un charco. Después de un rato, daba a la palanca otra vez y dejaba de llover. Tres veces lo ha hecho, tan tranquila, sin darse importancia. Yo también seré una mujer capaz de hacer llover.