Desayunos como besos

Mi mujer es enfermera. Trabaja en el turno de noche, en la UCI infantil. Ella dice que le gusta aquella paz, moverse en la penumbra, entre los ruidos de los respiradores y los pilotos brillantes de los cardiógrafos y las bombas de infusión. Deambula alrededor de aquellos cuerpecitos, heridos por la enfermedad, como si fuera un hada. Les vigila para alejar al cuervo, como dice ella, y consigue convertir algo que parece un lugar siniestro, en un espacio de amor. Cuando me dice algo de su jornada, me doy cuenta que en ese mundo de sombras, ella lleva luz. Le digo que es como la luna llena en el campo y ella, riendo, me dice que sí, y que por eso enamoró a un becerro como yo. Ella es así.

A veces, alguno de los pequeños se siente solo, perdido, y ella le susurra palabras en ese tono gutural y primitivo con el que hablamos a nuestros niños desde hace milenios, cuando aún no teníamos lenguaje pero ya sabíamos amar. A los chicos algo mayores, cuando la sala está tranquila, les relata un trozo de un cuento. Son historias que ella se inventa, con monstruos ignorantes, enfermeras valientes y médicos asustados. Los niños, algunos con sudor y todos con miedo, entienden que tienen allí a una amiga, una enfermera audaz que les cuidará y les protegerá de esos monstruos tontos hasta que puedan volver a casa. Además, sonríen cómplices porque la descripción de alguno de los médicos se parece al que les visita cada mañana, pero esas cosas quedan, secretas, privadas, en el silencio de la noche.

Por la mañana, llega a casa cuando yo acabo de irme a trabajar. No nos vemos hasta la tarde, que es el tiempo que compartimos y donde intentamos ponernos al día de todo aquello que los empleos, ¿o la vida?, nos va quitando. Desde que nos hemos casado, tenemos una costumbre, un acuerdo, un lenguaje codificado en platos, en comida. Ella hace mi cena y yo su desayuno. Antes, ella llegaba a casa y comía cualquier cosa antes de irse a acostar. Un bocadillo, leche caliente y unas magdalenas, las sobras de la noche anterior, lo que sea que fuese rápido y que no le hiciera despertarse por hambre a las pocas horas de irse a dormir. Llega cansada de todas las tensiones, de pelear para estar codo a codo con los niños, de no dejarse abatir, de no poder nunca llorar. Así que yo le preparo algo que esté a su altura, que le recargue el depósito de ternura, que le diga que pienso en ella y le haga sonreír. Siempre he sido madrugador, me gusta disfrutar la mañana temprana, ver amanecer entre los edificios y seguir la línea del sol cuando empieza a dibujar sombras bajo los árboles, las esquinas, las farolas, toda la ciudad. Entonces, cada día le preparo un plato, y tiene que ser algo distinto y algo especial, tiene que saber como un beso.

Todo empezó la primera noche que pasamos juntos, yo me desperté temprano, como siempre, y ella, aunque era fin de semana, tiene el sueño cambiado y durmió buena parte de la mañana. Sin saber muy bien qué hacer, bajé y compré pan reciente, con ese olor maravilloso a horno que llenó toda la cocina, fui a por fruta y preparé zumos y una piña arreglada en formas geométricas divertidas e hice unas tostadas. Le despertó el olor del café. Cuando vio la pequeña mesa de la cocina puesta, incluso con unas flores arrancadas a los tiestos que tiene la vecina en el descansillo del ascensor, se echó a reír, con aquella mirada que se me clava en la garganta y que me hace sentir que me voy a ahogar. “¿Pero qué has hecho?”, gritó. “Es el mejor desayuno que he visto jamás”. Comió de todo y luego me dio un beso rotundo en los labios. “¡Gracias! Jamás lo voy a poder olvidar” Yo tampoco lo olvidé, un mes más tarde estábamos viviendo juntos y nos casamos poco antes de cumplir un año de aquella primera vez, de nuestro primer desayuno juntos. Es lo mejor que he hecho en mi vida, mi mayor acierto, ganar la lotería cada día, sentir que encontré el ascensor hacia la felicidad. Soy torpe en tantas cosas, no sé expresar los sentimientos y no sé me da muy bien hablar. Así que lo intento con hortalizas, moluscos, frutas o cualquier cosa que encuentre en el mercado. Intento, con mi plato mañanero, que sepa que no la dejaré nunca de amar.

No soy muy maniático, no tengo grandes herramientas ni aparatos sofisticados. Compré unas buenas cazuelas, unos magníficos cuchillos y poco más. Extremo la limpieza, no solo porque soy así sino también por un proceso estético: no quiero mezclar los sabores, quiero absorber la complejidad de un aroma en toda su pureza, en su fuerza o en su fragilidad.

Para decidir que preparo cada día, busco una excusa, una clave, algo que me inspire, o que le pueda hacer reír. Esta semana se compró un vestido verde. Así que preparé lechuga, la limpié muy bien y la puse a secar. Anoche vi que se puso feliz el vestido para ir a trabajar. Quizá esperase una noche difícil y necesitaba el plus de ánimo que da estrenar algo bonito. Hoy, su desayuno era verde, todo verde, las servilletas de papel verde, un tazón verde, unas hojas de hiedra en el violetero y con la lechuga seca, mahonesa que preparé con huevo, limón, vinagre y sal, envolví pechugas de pollo fritas. Pollo verde para desayunar. La verdad es que lo llamo desayuno por la hora y por eso que me decían en casa, que era la comida más importante del día, porque eso es para mí, pero hay días que ese plato parece una comida en miniatura, el pincho de una ronda con amigos por las calles de San Sebastián, o un capricho después de cenar. Y a veces, también, podría ser un desayuno.

Algunos de mis platos son sofisticados y busco en la biblioteca o en las revistas cosas sobre comida árabe u oriental, sobre gastronomía de países exóticos, me encantan las combinaciones novedosas, darle nueva vida a un plato conocido, juntar los productos de la época con algo sorprendente. Otros son versiones diminutas de nuestros platos tradicionales, de los guisos de cuchara, de las cazuelas de pueblo. Alguno parece que nació en un afterhours de Nueva York, otros en la cabaña de un pastor. A veces le hago reencontrarse con su infancia, con momentos felices que me contó. En su pueblo, me decía, iba a avisar a su padre al bar, a decirle que la cena estaba lista. El padre, que echaba la partida, siempre le invitaba a una fanta de naranja y a la especialidad de la casa, cabeza de jabalí. Le encantaba aquella gelatina llena de texturas y colores. Yo se lo preparo sobre una tostada de pan, con queso roquefort, lo fundo en el microondas y le pongo encima una anchoa. Y luego saco una copa preciosa de cava que nos regalaron en la boda, la cubitera con hielos y allí meto, y jamás hubo una tan bien tratada, una botella de Fanta junto con un benjamín de cava, para que elija o los mezcle, para que recuerde a aquella niña y a la mujer que ya es.

Mezclo dulce y salado, platos templados y platos fríos, sorpresas y sonrisas. No es cocina pesada, quiero que sean guiños, abrazos, besos, y todo eso son cosas fáciles de aceptar, de digerir, de asimilar. A todas las cosas le pongo nombre. Tenemos las anchoas Vitorino que ya ni me acuerdo porque se llaman así. Las limpio y las abro. Pico cebolla, pimientos y champiñones y lo rehogo en la sartén con un poco de aceite de oliva. Relleno las anchoas con el refrito y las paso por harina y huevo. Y para que le sepan mejor las anchoas, le pongo al lado una foto de cuando estuvimos a ver, juntos, el mar. Ojalá supiera como traer los olores, el aire con yodo, las algas sobre la playa, el pescado en la lonja, incluso ese aroma inconfundible, acre y fuerte, de las redes. Todavía me queda mucho que mejorar.

Luego, como las llamaba mi padre, a todo lo que lleve guindillas lo llamo Gilda. Parece que ese cuerpo turgente, el sabor picante, y la curva de la guindilla fueron un homenaje a Rita Hayworth. Una vez fui a ver la película. Sí, “Gilda”. Todos recordamos el famoso baile donde se quita el guante y la bofetada que le pega Glenn Ford en respuesta a la que ella le acaba de dar, pero yo me quedé con esa imagen de ternura y fragilidad que asomaba bajo la actriz. Esa mujer que no era Rita Hayworth sino Margarita Cansino, la hija de un bailarín sevillano. En casa preparo el revuelto Gilda, la tartaleta Gilda y la Gilda a lo pobre, que es una guindilla y un trozo de caballa en escabeche, mezclado con cebolla cruda y un huevo cocido. Como le digo, no es un desayuno para gente delicada.

También tengo otros que no me da tiempo a relatar, los huevos Vietnam, el Juanjamón y las cocadas Mont Blanc. En los dulces, mi preferido es el chocolate. Puedes hacer láminas tan frágiles como un vidrio, pastas espesas como un petróleo vegetal, líquidos con los que sorprender sobre una carne o una fruta, o unir varios tipos de chocolate, haciendo música con ellos, como las notas de una partitura, subiendo en dulzura o vibrando con ese amargor esencial.

Ayer tuvo un día muy difícil. El cuervo se llevó a un niño. Médicos y enfermeras, y médicas y enfermeros que de todo hay, sacan a la mayoría adelante, ella dice que es un sitio de alegrías, por todo lo que los niños te dan. Pero a veces, la vida no es justa. A veces, todos los desvelos, la profesionalidad, el cariño, no bastan. A veces, sientes que Dios no puede estar en todo, o que tiene planes que no entiendes, o que cansado de nuestros defectos y nuestras maldades, no le interesamos ya. Y entonces, el médico tiene que ir a ver a los padres, y las enfermeras casi no hablan y ese día hay menos cuentos y pocas bromas. Muchos niños no se enteran, pero ella tiene que anotarlo en el registro, recoger sus cosas de la mesilla para dárselas a sus padres, borrar su nombre en la pizarra, … Un día me dijo que era como si le mataras un poco más.

Lo hermoso de la comida es que la paleta de colores, aromas, sabores nunca se acaba. Si le pusiera flores, si le hiciera un regalito, a las pocas semanas estaría repitiéndome, aburriéndola, agotando las posibilidades. En la gastronomía, nunca pasa. Este es un ámbito de creatividad, puedo inventar un plato de la nada o seguir una receta. En ocasiones siento que es como pintar un cuadro, componer una melodía, escribir una poesía. Porque al igual que los pintores, los compositores y los poetas, lo que hacen los cocineros, y con cierta vergüenza me incluyo en el grupo, es para otros, para que lo disfruten otros y ese es tu objetivo y tu mayor alegría. En mi caso, para ella.

Cuando voy para mi trabajo, pienso que estará entrando en la cocina, destapando la cazuela, mirando en el frigorífico o abriendo el microondas. Se preguntará divertida qué le he hecho hoy. Pasa tan poco tiempo desde que yo me voy hasta que ella llega, que muchas veces se lo dejo un poco tapado y lo encuentra caliente. Es como que le dejo mi calor. A veces me dice que lo come con rapidez y se va rápida a acostar por ver si todavía encuentra eso mismo, mi calor, en la cama. Se me hace extraño con el sol que aturde imaginarla durmiendo, con todas las persianas completamente cerradas. A veces pienso que es un crimen, que le roba tanta vida, pero luego recuerdo a sus niños y esa relación especial que se teje en las horas de la madrugada, cuando todos los demás duermen.

No todo es idílico. Hemos pasado momentos malos. Cuando murió su padre, tuvo unos meses donde no la encontraba. Los dos estaban muy unidos y con el único que yo temería perder, si hubiera habido que competir, era con él. Me encontraba a veces la comida sin tocar, perdió varios kilos, la notaba cómo se esforzaba en sonreír, en seguir adelante, en curar y en curarse. Yo reforcé la inventiva, conseguí frutas que nunca había probado: la naranjilla, el guapurú, la pitaya y el caimito. Conseguí chocolates de Botswana y cafés de El Salvador. Hablé con un amigo de un restaurante para que me enseñara nuevas recetas. Nada funcionaba, ni siquiera lo notaba, no me decía nada. Desesperado, temiendo que se deslizara en el pozo de una depresión, hablé con mi jefe. A cambio de trabajar varias mañanas en fin de semana, cuando ella estuviera saliente de guardia, podría, como un caso excepcional, llegar una hora más tarde a trabajar.

El primer día, mientras la esperaba, oí las llaves. Ella entró con mirada despistada, dio un grito, se asustó. La tomé el pelo, riendo, y me abrazó. Por primera vez desde las vacaciones, yo estaba allí cuando ella llegó. Pudimos desayunar juntos, charlar, hablar de su noche y mi día, antes de que se fuera a acostar. Me fui feliz. En los días siguientes hablamos de sus niños, luego, un día, de su padre, algunas cosas que yo sabía y otras nuevas, luego de nosotros, fuimos curando las heridas y dejando de mirar atrás. Aquellos días le preparé espárragos rellenos de foie, lenguado marinado, chuletillas de lechal con patatas fritas, atún rojo a la plancha con crema de pistacho, leche cruda de vaca y un pastel de almendra, jamón ibérico con rabanitos, bollo maimón con café de Yemen y no sé cuántas cosas más. Algunas combinaciones eran mejor que otras, había platos que te animaban a experimentar más y otros que eran caminos sin salida, rutas que no llevaban a ninguna parte, o una cumbre a la que no volvías a subir jamás. Fueron semanas de convalecencia, de cuidados, de recuperarla, de volvernos a encontrar.

Ayer ha pasado algo especial. Me lo ha contado en la comida. Cuando llego, se despierta, nos duchamos los dos y comemos juntos. Cuando estábamos en el postre, me dijo

–       “Tengo una noticia”.

Le miré e hice un gesto con los ojos y las cejas.

–       “Me han ofrecido pasarme al turno de mañana”.

La cuchara, con unos granos de arroz con leche, se detuvo antes de llegar a la boca. Le miré y sentí que a mi corazón se le olvidó un latido. En un instante, como dicen que les pasa a los ahogados, pasaron por mi mente las imágenes de nuestra vida: las persianas echadas en la mañana, los caminos distintos al trabajo, las cazuelas, poner solamente un plato y un cubierto en la mesa de la cocina, el sol esperando tras la ventana. Pensé que podríamos volver a ir al cine por la noche, desayunar juntos, dormir siempre juntos. La miré y sé que ella pensaba en todo eso pero también en sus niños, en las luces de la noche, en los bips sordos de las máquinas en la oscuridad y en nuevos cuentos de monstruos, enfermeras y médicos. Me ha dicho que mañana en el desayuno le prepare algo especial. Y que allí, según lo que yo le ponga, decidirá.