Soy policía y trabajo en la Brigada de Delitos Informáticos. Llevo diecisiete años en el Cuerpo, en el que he pasado por todos los niveles, de patrullar al puesto de relativa responsabilidad que ocupo actualmente, vigilando la seguridad en la Red.
Esta malla de telecomunicaciones ha sido siempre un campo de batalla, un terreno preferido para los delincuentes. Desde un primer momento, hubo crimen en la Red. Tuvimos ciberrateros que perforaban las tuberías de fibra óptica buscando saquear los flujos de fondos que se transferían de un banco a otro, de un país a otro. Tuvimos cibervioladores, que entraban por los canales de seguridad domiciliaria en los dormitorios y se entregaban a la ciberpederastia o al cibersexo forzado. Aparecían nuevos tipos de narcos que difundían por la red recetas para preparar nuevas sustancias alucinógenas a partir de dentífrico, de abono para las plantas, de anticongelante para máquinas. Este trabajo es una lucha inacabable, un juego del gato y el ratón donde siempre estás en la casilla cero y el éxito o el fracaso resulta en lo mismo, en volver a empezar. No siempre ganan los buenos.
El 20 de octubre de hace cinco años, la situación mundial cambió. Ese día, por primera vez, el ciberterrorismo se anotó su gran tanto. Hasta entonces habíamos tenido muchos casos de ataques puntuales, infiltraciones, roturas de cortafuegos y barreras de seguridad, robos de datos y creación de identidades falsas. Ese día, los terroristas ganaron la batalla. Consiguieron montar un ataque simultáneo, masivo, devastador que rompió todos los compartimentos de seguridad. Por unos minutos tuvieron la economía, la seguridad y las vidas privadas de la Humanidad en sus manos. A partir de entonces, se tomaron nuevas medidas. La policía se volvió universal, eliminándose las garantías locales, las diferencias de procedimiento, los resquicios legales por donde se escurrían los malos bien asesorados. La justicia quedó claramente supeditada a la seguridad. Si antes el mensaje era que es mejor que un culpable quede libre frente a que un inocente sea condenado, la nueva doctrina entendió que aquello era una guerra, y que en todas las guerras hay daños colaterales, víctimas inocentes. Nuestro trabajo se volvió más exhaustivo, más profundo, más peligroso.
El 20-O, ese mismo veinte de octubre, fue el día que cambió mi vida. Mi experiencia sentimental no es lo que hubiera querido. Tuve compañeras, parejas más o menos estables, pero solo una vez me enamoré. Cada minuto a su lado era un torbellino, sentía que vivía la vida con una fuerza incomparable, que aquello era una montaña rusa donde descubría sentimientos y sensaciones que ni siquiera tienen nombre. Me enseñó a vivir. Me enseñó a amar. Yo me sentía volar, pensaba que era demasiado afortunado, que era increíble que estuviera conmigo. Fue verdad. Era increíble. Un día, ese veinte de octubre, llegué por la mañana tras una guardia, y había desaparecido. No me dejó una nota, se llevó las pocas cosas hermosas que heredé de mis abuelos, mis tarjetas, mi ordenador y todo mi dinero.
Después, me llamaron de Comisaría. Todos los efectivos debíamos incorporarnos de inmediato porque el mundo, tal como le conocíamos, se estaba derrumbando. A mí no hizo falta que me lo explicaran. Han pasado cinco años, cinco años reviviendo mis vivencias, la primera cita, el primer beso, la primera vez que durmió a mi lado, las vacaciones juntos, el primer poema que me leyó, todo, hasta el último día. No lloré, no me quejé, me dedique a hacer un borrado sistemático. Primero limpié la casa como si hubiera pasado la lepra, tire todas las toallas, las sábanas, el champú, toda la comida que había en la cocina, cualquier cosa que me recordara a ella. Luego me puse a esperar. Un buen policía sabe ser paciente. Podría haberla buscado en la red pero no sabía si quería encontrarla. Todavía no.
Desde entonces han pasado cinco años y hoy, ahora, me acaba de llamar el Supervisor Jefe. Sé que me va a nombrar Supervisor. Llevo cinco años esperando este momento. He hecho más horas que nadie, me he prestado voluntario para las labores más ingratas, he sido discreto y he resulto algunos casos policiales de cierta importancia. Y sobre todo, no he cometido errores. No hablé nunca una palabra de más ni siquiera en la fiesta del Cuerpo, ni en las juergas de Nochevieja, ni siquiera en esa catarsis policial que son las borracheras cuando un compañero es asesinado. No me confié a nadie, no me relajé nunca, no cometí ningún error. El amor puede demasiado.
Tras anunciarme la buena nueva, el Supervisor Jefe me alargó por encima de la mesa el carné digital que contenía todos los cambios que mi nueva situación implica. Mi expediente personal se ha actualizado e incluye el documento de mi nombramiento. Mi extracto bancario estaría acorde con el nuevo nivel de crédito por la nueva nómina. Mi nueva categoría me permite el acceso al parking de la planta uno, hacerme los chequeos en la clínica privada y el ascensor directo a la planta sesenta y tres, la de los despachos de los supervisores. Y sobre todo, me posibilita un acceso horizontal a la sociedad, prácticamente universal, para poder hacer mi trabajo, para perseguir a los malos.
Y yo tenía una tarea pendiente. Empecé esa misma tarde. Llevaba tantos años soñándolo que existía todo en mi cabeza, no tenía un papel, un guión, una nota, pero todo estaba allí, esperando el pistoletazo de salida. Las posibilidades de un Supervisor son enormes, prácticamente ilimitadas. Estaba lógicamente bajo el supuesto control del Supervisor General pero solo necesitaba no hacer un movimiento directo, no dejar un rastro visible. Importé mi libreta de contactos: policías, administradores, soplones, detenidos,.. Algunos de ellos eran identidades ficticias, que había cultivado, como si fueran pequeñas plantas, esos años. Modifiqué sus niveles de acceso, los fui paso a paso haciendo opacos, invisibles, intrazables. Solo el Supervisor General podría ahora investigar a una de esas personas, pero qué sentido tendría que uno de los hombres más poderosos del planeta, ante quien respondían las agencias de inteligencia de todos los países se pusiera a seguir qué pasaba con el compañero de celda de un soplón de un policía que trabajaba en el equipo de un sargento de una comisaría latinoamericana. Paso a paso, despacio, durante meses fui tejiendo mi red dentro de la Red. Como una araña, preparaba todo para atrapar a mi presa.
Localizarla fue fácil. Cualquier persona va dejando un rastro como la baba de un caracol: impuestos, compras y facturas, visados, asociaciones, peticiones administrativas… Tras el 20-O se abolieron muchos sistemas anónimos, personales. Vivía cerca de mí, en un apartamento sobre la playa. Pensé que nos podríamos haber encontrado comprando pan, tomando un café. El cruce de la dirección con otras bases de datos de personas dio un positivo. Compartía el piso con un hombre, podía ser una pareja o un compañero de piso, no había datos de declaraciones de impuestos conjuntas, datos en el registro civil o una cuenta compartida. Pero ella siempre había huido de los requisitos administrativos. Mi araña siguió explorando los hilos de la red, buscando “positivos”. Recolecté una cantidad ingente de información: sus registros médicos, parte de su correspondencia, su archivo fotográfico, la documentación de su familia, sus extractos bancarios, todo su currículum personal, datos de las empresas para las que había trabajado, sus hobbies, había ido a clases de salsa y a un taller literario. Pasé semanas revisando aquella información que luego destruía sistemáticamente. No sería fácil seguir el rastro de lo que yo hacía. Pero también pensaba que me daba igual. Mi objetivo en la vida estaba a punto de ser cumplido. Me sorprendió que me había contado menos mentiras de las que yo imaginaba y en algún lugar encontré algunas referencias indirectas sobre mí: algunas fotos donde yo había sido el fotógrafo o donde se veía mi sombra sobre el suelo, un comentario triste con mi apodo, ni siquiera mi nombre, en un mensaje a una amiga.
Mi plan fue cristalizando progresivamente. El objetivo era sencillo: acabar con ella. Pero de la forma más dolorosa y lenta que jamás hubiera sucedido. Fragüé su nueva identidad: se solapaba con datos de su vida pero era un molde vacío, una de esas muñecas de la inquisición que parecen un sarcófago con clavos hacia adentro. Un armazón doloroso donde le metería. Y empecé a diseñar cómo sería la nueva “ella”. Rebajé sus credenciales académicas y profesionales. La literatura que tanto amaba, la borré de su expediente. Sus buenas notas pasaron a ser mediocres. Ya no había obtenido un título universitario sino simplemente había asistido como oyente a algunas clases en una universidad privada de medio pelo. Si llegaba a hablar con algún compañero, y le intentaba explicar, nadie la creería. Al contrario, sentiría que había engañado a todos en la época de la juventud. Los registros no mienten, todo el mundo lo sabe. Modifiqué su historial médico, ya no tendría acceso a buenos seguros, la pondrían tratamientos más fuertes y nocivos ante cualquier enfermedad. Incluí una historia clínica de lo que todavía consideramos enfermedades vergonzosas. Nada de esto dejaba rastro. Si se hacía un análisis, si conseguía convencer a alguien de la remota posibilidad de un error en su historial clínico, su cuerpo no la apoyaría, no habría nada que demostrase un error en su expediente. Borré las fotos de su familia, sus abuelos, sus padres. Cada vez que codificaba la instrucción de eliminar un fichero, para ella, sus seres queridos estaban dejando de existir. No tenía parientes cercanos y eso era una suerte. No habría nadie que defendiera su versión, que pudiera hacer dudar a algún policía sensible. Casi no quedamos de ésos. La generé un expediente penitenciario, estancias en la cárcel, condenas leves pero con reincidencia. Aparecía entre los nombres susurrados por algunos confidentes. Su foto debidamente manipulada, aparecía incorporada entre las de algunos camellos de medio pelo. Existían millones de informes parecidos, no era nada difícil generar uno totalmente convincente. En unos meses tuve todo preparado, aquella cantidad de información, todos los archivos que la generaban un nuevo pasado, un presente inquietante y un futuro cargado de amenazas. Esa tarde, solo en mi despacho, miré a la luna que se veía por el ventanal de mi despacho y di a la tecla intro. Todos los documentos y fotografías volaron a sus carpetas, algunos para dormir para siempre, otros como minas esperando que alguien los pisara, otros como luces rojas parpadeando, llamando la atención de cualquiera que pasara por allí. Sentí una sensación muy extraña, una descarga física y mental. Sentí que, por fin, ese día, le hacía el amor por última vez.