El Coloso

La luz de la mañana barría los largos pasillos de la Facultad de Historia de la Universidad de Salamanca. Miguel Lara estaba sentado en su despacho del Departamento de Arqueología corrigiendo exámenes. Un golpe seco sonó contra la puerta, que se abrió casi al mismo tiempo, y desde el pasillo llegó una voz jovial.

–  ¡Buenos días!

–  Hola, Jesús.

Jesús Romo era compañero de Miguel en el departamento y su mejor amigo. Alto, afilado, cada vez con menos pelo pero con la misma sonrisa que había conocido en su primer día de carrera en las aulas de la vieja facultad de la Plaza de Anaya. Inseparables desde entonces habían jugado noches y noches al mus y al póquer durante la carrera, perseguido a las mismas chicas por la Plaza Mayor y los bares de Van Dyck y hecho la tesis a un tiempo, Miguel sobre un santuario prerromano en la provincia de Ávila y Jesús sobre las señas de inflación, deflación y crisis en los denarios del Imperio Romano.

Miguel solía bromear sobre aquellos tiempos. Aseguraba que su emocionante tesis acerca de la posición de las columnas en aquel santuario, un verdadero calendario astronómico que seguía las fases de la luna y las apariciones de Venus, solo había interesado a los fanáticos de los ovnis, mientras que la soporífera tesis de su amigo, defendiendo que los cambios de aleación de las monedas de plata romanas, o incluso su pérdida de peso, estaban en relación directa con las finanzas del Imperio, había sido publicada por una prestigiosa editorial y se proponía como lectura en facultades de Economía y de Historia de medio mundo. Según Miguel la única razón que justificaba el continuar siendo, pese a sus éxitos, amigo de Jesús era que de otro modo resultaría demasiado cargante verle en cualquier tertulia televisiva donde se hablara de Historia Antigua o de Arqueología. «Idiota Jones» le llamaba a veces, enseñándole su cara mal afeitada y quemada por el sol en la portada del semanario más vendido en el país.

Jesús venía todos los días a invitarle a un café y a discutir con él sus proyectos más o menos fantasiosos. Encontraba en su amigo a un interlocutor calmado, tranquilo y práctico contra el que lanzar, como una ametralladora, un torbellino de ideas. Miguel decía que solo una de cada cien tenía sentido o era practicable pero –aunque no lo confesara nunca- sabía que esa, y solo esa, valía por las diez que él, con meses y meses de trabajo intenso, sacaba adelante. Aún así le decía a Jesús que se calmara, que ya no tenía por qué ir a la carrera, era uno de los investigadores más respetados en las rutas comerciales internacionales de la antigüedad clásica. Nadie sabía más que él sobre pecios repletos de ánforas de vino o de aceite, sobre el traslado de los equipos de las legiones romanas hacia Mauretania o Dalmacia. Siempre decía: «si quieres saber la verdad sobre imperios y batallas sigue el flujo del dinero». En su opinión el trazo de las rutas de las materias primas, de los objetos elaborados, era más eterno que vías y carreteras, y un mar lleno de naufragios como el Mediterráneo era un auténtico atlas de la economía y la política de los diez siglos más importantes de la historia de Europa, los cinco anteriores a Jesucristo y los cinco primeros de nuestra era. Mil años a lo largo de los cuales nació el arte occidental, la filosofía, la democracia y la Ilíada, así como personajes que todavía nos siguen marcando, Alejandro, Julio César o el mismo Jesucristo.

Por fabulosos que fuesen algunos de sus planes, Jesús no solía irse por las ramas. Aquella mañana tampoco. Con una sonrisa anticipatoria se sentó frente a Miguel en el sillón confidente, aquel que recibía a los alumnos que venían a protestar por un examen o, lo que era mucho peor, a las alumnas que rompían a llorar por un suspenso o por un novio que las había cambiado por otra.

–  Lo voy a buscar.

Miguel no perdió la calma.

–  ¿A quién?

Jesús le miró como si fuera imposible que no supiera la respuesta.

–  ¿A quién va a ser? ¡Al Coloso!

–  ¿Qué Coloso?

Sin duda su amigo temió por un instante por su salud mental. Abrió un libro delante de él, Historia natural de Plinio el Viejo, y empezó a leer:

Pero de todos el más admirado fue el Coloso del Sol, en Rodas, hecho por Cares el Lindio, alumno del Lisipo antes mencionado. Esta estatua medía 70 codos de altura. Después de 66 años un terremoto la postró, pero incluso yacente es un milagro. Pocos pueden abarcar el pulgar con los brazos, sus dedos eran más grandes que la mayoría de las estatuas. El vacío de sus miembros rotos se asemeja a grandes cavernas. En el interior se ven magnas rocas, con cuyo peso habían estabilizado su construcción. Doce años tardaron en terminarla y costó 300 talentos, que se consiguieron de las máquinas de guerra abandonadas por el rey Demetrio en el asedio de Rodas.

–  No será cierto que vas a ir a buscar el Coloso de Rodas.

–  Claro que sí.

–  Jesús, desapareció en un terremoto doscientos años antes de Cristo.

–  Doscientos veintiséis años antes,  para ser exacto.

–  Los mejores departamentos de Arqueología submarina han buscado los restos del Coloso a la entrada del puerto, donde se suponía que estaba, y no han encontrado nada. ¡Y tú ni siquiera sabes nadar!

–  No pienso meter un dedo en el agua.

–  Entonces…

–  Miguel, como tú bien dices allí ya lo han buscado, los alemanes, los americanos, los propios griegos y no lo han encontrado. Porque allí no está.

–  Y tú sabes dónde está.

–  Lo sospecho.

–  ¿Y vas a ir a excavar a Rodas?

–  Ni harto de vino.

–  No me lo digas, vas a ir a las terrazas de los bares de Rodas y vas a preguntar a las nativas si han visto un Coloso últimamente.

Jesús soltó la carcajada.

–  No está nada mal tu plan. Pero va a ser algo mucho más fácil. Miguel, ¿por qué se derrumbó el Coloso de Rodas?

–  Todo el mundo lo sabe, por un terremoto.

–  Ya, pero los habitantes del este del Mediterráneo están acostumbrados a los terremotos, y sin embargo el Coloso se derrumbó a los 66 años de su construcción. Algo que debía estar pensado para durar siglos o milenios se vino abajo al primer zarandeo. ¿En qué grupo estaba, Miguel? ¡En el de las Siete Maravillas! Con las pirámides de Egipto. Con los jardines colgantes de Babilonia. Y las pirámides siguen allí, tres mil años después, y el Coloso, duró tan solo 66 años. Un terremoto y se vino abajo. ¿Qué te sugiere eso?

–  Que el terremoto fue muy fuerte.

–  No, eso fue lo primero que comprobé. Las ciudades de los puertos griegos no sufrieron grandes daños, no se observa ninguna caída en el comercio internacional en esa época. Si hubiera sido un terremoto realmente fuerte se habría generado un tsunami enorme, los puertos y las flotas ancladas en todo el Mediterráneo oriental habrían sido destruidos, las rutas comerciales se habrían colapsado, al menos por un tiempo. No hay ninguna señal de que eso sucediera.

–  Entonces…

Pero Jesús estaba disfrutando demasiado como para desvelar ya su teoría. Además, aquella esgrima dialéctica con Miguel siempre le ayudaba. Su amigo pensaba como la mayoría de los expertos y sus pegas serían las mismas a las que se enfrentaría cuando fuera a por el premio, la publicación de sus resultados. Para entonces tenía que tener cubiertas todas las posibilidades, tapados todos los flancos, su teoría tenía que encajar y eliminar cualquier punto débil.

–  Miguel, ¿de qué murió Cares de Lindos, el constructor del Coloso?

–  ¡Jesús! ¡¡Y yo que sé!! ¿De qué demonios murió?

–  Se suicidó. Por deudas. Bien documentado por Frotscher.

Frotscher era uno de los popes de la arqueología alemana, metódico, tenaz y ordenado como un contable prusiano. Si lo había dicho Frotscher, era tan seguro como si tú mismo hubieses estado junto a Cares mientras se tomaba la cicuta o el método que hubiese elegido para quitarse la vida.

–  Vale. ¿Y eso de qué nos sirve? ¿Enterraron el Coloso con él, como recuerdo?

–  ¡Miguel! – Ahora fue Jesús el que se escandalizó, pero se veía que se estaba divirtiendo. – Ya te has olvidado de don Luis y sus tablas…

Don Luis Muro había sido el catedrático de Arquitectura clásica, una asignatura que los dos habían cursado juntos en segundo de carrera. Con sus famosas tablas les enseñaba a traducir todas las medidas de la antigüedad. Las de egipcios, griegos y romanos al dedillo si querías aprobar. Arameos, caldeos y diversos pueblos bárbaros si querías ir a por nota.

–  ¿Qué escribió Plinio?-  dijo Jesús, y no tuvo que abrir otra vez el libro para responder, se lo sabía de memoria. – 70 codos. A ver, Lara,-añadió, imitando ahora la voz rasposa de don Luis.- ¿Cuánto son 70 codos en el sistema métrico?

–  Unos 30 metros.

–  Aprobadillo, Lara, aprobadillo. Le tendré que quitar aquella matrícula que le di y que se merecía mucho más su compañero Romo.

Miguel se sonrió. Los dos disfrutaron la vida de estudiantes pero también clavaban los codos. Solo se concedía una matrícula de honor por asignatura y la competencia entre ellos era amigable, pero feroz al mismo tiempo. Jesús no había olvidado que Miguel le ganó la mano en Arquitectura clásica.

–  Venga, ¿cuánto?

–  32 metros.

–  Miraste las tablas de don Luis antes de venir aquí.

–  No.

–  Mientes.

Jesús se echó a reír con una gran carcajada.

–  Sí, lo tuve que mirar, no me acordaba de nada. Y pensaba que era menos. ¡Treinta y dos metros de altura, con aquella tecnología, imagínatelo!

–  ¿Hay estatuas de ese tamaño todavía por el mundo?

–  Pocas, algunos Budas en Asia, una de Pedro el Grande en Rusia, poco más. Era más grande que el Cristo del Corcovado de Río y casi de la misma altura de la Estatua de la Libertad medida de los pies a la corona.

–  ¿De qué estaba hecha?

–  Vigas de hierro para mantener la estructura y gruesas chapas de bronce para la verdadera estatua. Debieron necesitar toneladas de cobre.

–  Subiría el precio…

–  Mi primera estimación es que pudo duplicase. Rodas compró toda la producción disponible ese año y piensa que se utilizaba hasta como medicamento, para los dolores de cabeza y los parásitos intestinales.

Miguel se quedó pensando cómo habrían hecho un monstruo de ese tamaño con aquellos pocos medios. No aguantó la curiosidad.

–  ¿Cómo pudieron levantarlo?

–  Dos teorías. O iban levantando capas cada vez más altas de tierra según iban construyendo la estatua y luego la retiraron con carretillas o usaron como andamiaje unas torres de asalto de las que luego te hablaré.

Miguel se dio cuenta que esa no era una de aquellas veces en las que Jesús llegaba con cualquier locura que se le había pasado por la mente. Había hecho los deberes antes de ir a ver si se la daba de paso. Pero ¡el Coloso de Rodas!… parecía demasiado soñar.

–  Bueno, dispara, ¿cuál es tu teoría?

–  Los gobernantes rodios cometieron el mismo error que los nuestros, contrataron a un artista que sabía mucho de estatuas pero que no tenía demasiada idea del manejo de presupuestos.

–  No entiendo.

–  He estado reuniendo toda la información disponible sobre la construcción del Coloso.

Miguel no dudó de que eso sería cierto. Jesús era como un perro de presa, habría revisado todos los libros y legajos existentes en museos, archivos y bibliotecas, ningún sabio sin preguntar, ninguna piedra sin remover. Seguro que ya tenía noticia de todo lo que se conocía, se sospechaba o se imaginaba sobre el Coloso de Rodas. Pero de ahí a saber su paradero… Se trataba de uno de los grandes enigmas de la antigüedad y no parecía posible que un profesor español, de provincias como él decía, fuese capaz de resolverlo, de ganar la partida a los grandes departamentos europeos y americanos. Aunque su querido Idiota Jones…

–  ¿Y?

–  Piensa en lo que sabemos de la construcción del Coloso. Rodas estaba sitiada por Demetrio Poliorcetes, hijo de Antígono I Monóftalmos. La valentía de los defensores y una flota enviada a tiempo por Ptolomeo I, aliado de Rodas, en el año 304 a. de C. hizo huir precipitadamente a Demetrio, quien abandonó la mayor parte de su armamento de asedio, torres, catapultas, arietes…. Los rodios vendieron por 300 talentos, un dineral, los equipos militares abandonados por Demetrio y, para celebrar su victoria, decidieron dedicar ese dinero a erigir una estatua gigantesca al dios Helios, protector de la ciudad: ¡el Coloso del Sol!. Se lo encargaron a Cares de Lindos que era nativo de la isla y discípulo del célebre Lisipo, quien había esculpido en Tarento una estatua de bronce de Zeus de unos 22 metros de altura. Y aquí viene el quid de la cuestión: Cares era capaz de hacer esa estatua pero parece que no de hacer el presupuesto. Sus paisanos rodios le preguntaron cuánto costaría una estatua de 15 metros de altura; cuando les dio un precio le preguntaron cuánto costaría una estatua del doble de altura. Él respondió que el doble, y los rodios firmaron el contrato. Cares no tuvo presente que, al doblar la altura, necesitaría mucho más metal, porque la altura era en metros, pero el volumen en metros cúbicos, así que más o menos por cada metro más de altura necesitaba ocho veces más material.

Miguel empezó a entender.

–  La estatua estaba mal hecha.

–  No tanto mal hecha sino probablemente escasa de material. Maravillosamente fabricada desde el punto de vista estético, de hecho asombró y admiró a todo el que la vio, pero Cares no pudo poner todos los materiales necesarios, no podía pagarlo, estaba totalmente arruinado.

–  ¿Fallaría el armazón de hierro?

–  Es lo más plausible. Si combinamos su fragilidad, la posible escasez de hierro y bronce, la acción del mar sobre los metales durante sesenta y seis años y un pequeño terremoto, es bastante comprensible que el Coloso se viniera abajo.

–  ¿Y cómo esperas encontrarlo?

–  Por lo que le recubría, el bronce.

–  Pero Jesús, eso va a ser imposible.  El bronce era valiosísimo. Lo más lógico es que al venirse la estatua abajo, lo recuperasen y lo volviesen a fundir.

–  ¡Exacto! Y la cantidad de bronce era enorme: las planchas de las piernas medían dos centímetros y medio de espesor y tenían forma de cuadrados de metro y medio de lado. Las del torso, un centímetro y medio de espesor, y solo la cabeza era algo más delgada. Con esa cantidad harían miles de herramientas, agujas, espejos y monedas.

Miguel volvía a no entender nada.

–  Pero si lo fundieron y  se hicieron miles de piezas con él, ¿cómo esperas encontrar esos restos?

–  Porque los objetos de bronce son prácticamente indestructibles y todos los que buscamos provienen de la misma estatua. Piénsalo, el bronce se hacía fundiendo dos partes de cobre y una de latón. Todo lo que proceda de esa estatua tendrá una ley, una proporción cobre/latón, muy parecida, y además los mismos contaminantes, arsénico, plomo, estaño, lo que sea… ¡Podemos saber qué parte del bronce repartido por el Mediterráneo salió del Coloso!

–  Y solo tienes que…

Jesús no le dejó acabar.

–  Escribir a los directores de los museos de los países ribereños del Mediterráneo con los que he trabajado toda la vida y pedirles que me consigan lecturas espectroscópicas de los objetos de bronce del siglo III antes de Cristo que tengan en sus colecciones. Los museos que no tengan espectroscopio que me los dejen en préstamo asegurado para hacerlo nosotros. No son objetos grandes ni de gran valor. No debe haber problema.

–  ¿Y cómo puedes respaldar tu teoría?

Jesús sabía a lo que se refería Miguel, necesitaba una línea de pensamiento complementario que confirmase que todas esas piezas de bronce de composición prácticamente idéntica tenían un origen común. Se puso en pie y caminó por el despacho mientras hacía su última exposición.

–  Porque situando todos esos restos de composición idéntica en los lugares donde se encontraron tienen que formar un mapa que parte de Rodas como un sistema solar. Una red, con Rodas en el centro. ¿Lo ves? Sí, sí, no me interrumpas. Además los objetos serán más numerosos en las ciudades y países con las que Rodas tenía mayores relaciones comerciales. Ocurre igual ahora. Los países que estén mandando más turistas a Salamanca dejarán una proporción mayor de monedas en los bares y esas son las que te van a devolver esta tarde cuando me invites a unas cañas para celebrar mi proyecto. Las rutas comerciales son tan exactas como cualquier mapa físico, ¿apuestas algo?

–  No, creo que no.

Y Miguel miró a su amigo con cariño y admiración. Todo sugería que, sin salir de su despacho, sería capaz de resolver uno de los misterios de la Antigüedad, localizar el destino de la estatua más famosa de la historia antigua, el Coloso de Rodas. Sería feliz de pagar esas cañas como rescate del paradero del Coloso, de la víctima de un terremoto de hace más de dos mil doscientos años.