En muchos casos la autopercepción de que nuestras habilidades son las mejores puede ser peligrosa. Pensemos en alguien al volante, por ejemplo; creerse el mejor en la carretera puede conllevar un “bajar la guardia” que se traduce en una conducción confiada e imprudente.
Los experimentos del psicólogo James Reason durante la década de 1980 estuvieron centrados precisamente en esto, en cómo se veían a sí mismos los conductores. Realizó un estudio con 520 automovilistas en los aparcamientos de los supermercados de las afueras de Mánchester. Les pidió que estimasen la cantidad de veces que habían cometido infracciones de tráfico leves, como olvidarse de mirar por el espejo retrovisor, y graves, como utilizar el carril equivocado al acercarse a un cruce. En un segundo estudio, los conductores y conductoras tenían que darse a sí mismos una puntuación comparándose con el promedio; debían valorarse a sí mismos indicando si eran mejores o peores que el resto.
Podríamos pensar que los conductores experimentados, con kilómetros y kilómetros recorridos, tuvieran una percepción realista de sus habilidades al volante.
Tres décadas más tarde, los psicólogos documentaron niveles de confianza igualmente engañosos en otras habilidades y cualidades; Tendemos a pensar que somos más inteligentes, creativos, atléticos, considerados, honestos y sociables que el resto de personas. Esto se conoce como el “efecto mejor que la media”.
Las consecuencias pueden ser perjudiciales. Como había insinuado Reason, el exceso de confianza al volante puede animar a los conductores a conducir de forma temeraria y provocar accidentes.
No es de extrañar, entonces, que el exceso de confianza sea conocido como “la madre de todos los prejuicios”. El científico ganador del Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman comentó que si tuviera una varita mágica para cambiar algo de la psicología humana, eliminaría la soberbia y el sesgo absurdo de creer que sabemos más que nadie.
Recientemente, una investigación realizada por Joey Cheng, profesora de psicología de la Universidad de York, llegó a conclusiones sorprendentes sobre el contagio de esta autopercepción de estar por encima de la media. La principal conclusión era que la tendencia a sobreestimar nuestra capacidad y a tener un pensamiento engañoso sobre lo que sabemos puede propagarse a través de todo un grupo social.
Cheng comenzó sus investigaciones después de asombrarse del comportamiento en Wall Street: la altanería y la testosterona campan a sus anchas entre los tiburones de la bolsa. El alarde de conocimientos sobre economía casi se mastica en el mundo de las finanzas.
Su primer experimento tenía dos etapas: en la primera, se pidió a los participantes de forma individual observar fotos de rostros de personas y tratar de adivinar sus personalidades. Se les solicitó que calificaran la confianza en sí mismos al realizar la tarea, comparando sus habilidades con las del resto de participantes, es decir, cómo de buenos eran deduciendo perfiles psicológicos de las personas de las fotos. En una segunda etapa, los participantes tuvieron que hacer lo mismo en parejas, y después se les pidió nuevamente que calificaran sus propias habilidades, para ver así si la arrogancia de uno se contagiaba al otro.
Un segundo experimento tuvo unos resultados también muy llamativos: los participantes, después de estimar el peso de una persona a partir de una foto, vieron ejemplos de respuestas de otro participante, de un compañero que había hecho antes la misma tarea. En realidad, los compañeros no existían y se les adjudicaron respuestas precisas, indiscutibles, en las que estos falsos colegas de juego aseguraban que eran los mejores adivinando pesos. Cheng creó así parejas imaginarias en las que el compañero virtual era muy agresivo y seguro de sí mismo. Los participantes, incluso obviando lo evidente, un fallo manifiesto, aceptaban la respuesta del compañero virtual arrogante.
Los participantes eran conscientes de una seguridad excesiva al dar las respuestas sin opción a ponerlas en duda, pero aun así se mantuvieron firmes; incrementaron su creencia de ser buenos estimando pesos en un 17%.
En otros experimentos, Cheng confirmó que la ilusión de superioridad lograda al observar e imitar a un colega arrogante puede ser, a su vez, trasmitida a otra persona, provocando una cadena que alcanzará a todo un colectivo. Y esto a partir de una sola fuente. El contagio era rápido, evidente e inquietante.
Cheng también documentó el «efecto desborde»: si una persona se cree muy segura de sí misma en un área, es muy probable que muestre esa arrogancia en otros ámbitos. Quizá en España, con cierto humor, llamaríamos a esto el «efecto cuñado».
Los hallazgos de Cheng se ajustan a muchos otros estudios de conformidad, incluyendo nuestros recuerdos de momentos compartidos, que serán los mejores, o percepciones de lo que consideramos bello, justo, saludable, etc., o nuestras opiniones políticas. Siempre serán las más argumentadas y además, «con sólo estar en contacto con alguien hiperseguro, ya es suficiente para asumir sus formas de comportarse y de pensar», dice Cheng.
Quizá sería bueno que las organizaciones se plantearan el tipo de comportamientos que premian en sus trabajadores. Los nuevos contratados con excesiva confianza en sí mismos tienen o tendrán un gran efecto sobre los demás.
En el extremo contrario están los cazadores-recolectores tradicionales !Kung del desierto de Kalahari, en el sur de África. Estos nativos desbordan expresiones de humildad y desprecio a sí mismos.
Un punto medio equilibrado, humilde y dispuesto a aprender sin dejar de ser asertivo, sin conformismo, sería excelente para compartir experiencias en equipos de cualquier ámbito, también en el educativo.
En este terreno, los educadores tenemos que ser muy cuidadosos para no prejuzgar también nosotros y confundir arrogancia con asertividad. Hay alumnos con una confianza alta en sí mismos que realmente quieren aprender, participar en clase y aportar sus ideas. Sin embargo, pueden ser tachados de arrogantes por sus compañeros. Las burlas o la ausencia de reconocimiento a su manera de actuar en clase pueden minar su confianza y tener un efecto perjudicial para ellos: se conformarán con brillar menos o tomarán la decisión de no llamar la atención o incluso, bajarán sus notas para pasar desapercibidos.
No podemos perder a estos alumnos y lo mejor es hacerles ver que sus intervenciones en clase son bien recibidas, que todos aprenden de todos y que cada uno enriquece la clase con lo que sabe. Dependiendo de su edad, encontraremos la manera de hacerles ver la diferencia entre alardear y aportar lo que se sabe con honestidad y sencillez. Podemos hacerles pensar en cómo se sentirían ellos o ellas si tuvieran delante una persona arrogante, que quizá impone sus argumentos, más que mostrarlos.
Les podemos sugerir algunas cuestiones básicas sobre habilidades sociales, sobre lenguaje no verbal, sobre empatía, en definitiva. La estrategia nos sirve para proteger su autoestima, para que quieran seguir aprendiendo y participar en el aula, aceptando que pueden equivocarse, porque las aparentes certezas que acompañan a las actitudes arrogantes no dan opción a admitir otras. Lo mejor es no boicotearse a uno mismo para mantener falsas creencias. Y esto vale para los estudiantes y para el profesorado, aunque en la investigación de la profesora Cheng, se mostró que este colectivo tiene unos porcentajes mínimos de contagiados arrogantes. Somos buena gente, ya lo sabes. De cualquier modo, ante la sospecha de una posible infección del virus de la arrogancia, ser conscientes de ella es el primer paso para desterrarla.
Referencias:
- Cheng JT, Anderson C, Tenney ER, Brion S, Moore DA Logg JM (2020). The social transmission of overconfidence. Journal of Experimental Psychology: General. Advance online publication. https://doi.org/10.1037/xge0000787
- Reason J, Manstead A, Stradling S, Baxter J, Campbell K (1990). Errors and violations on the roads: a real distinction? Ergonomics, 33(10-11), 1315–332. DOI: 10.1080/00140139008925335.
- Zell E, Strickhouser JE, Sedikides C, Alicke MD (2020). The better-than-average effect in comparative self-evaluation: A comprehensive review and meta-analysis. Psychological Bulletin, 146(2), 118–149. DOI: 10.1037/bul0000218.
3 respuestas a «El contagio de la arrogancia»
En la actualidad se hace mucho hincapié en promover la autoestima de la persona desde edades tempranas. Y me pregunto cómo encontrar el punto de equilibro para evitar que la necesaria asertividad se convierta en arrogancia. Hasta qué punto hay que elogiar el buen hacer sin caer en el exceso. Muchas gracias y enhorabuena por la entrada.
Buenas noches. Es una inquietud más que pertinente; creo que es cuestión de educar también en el conocimiento de uno mismo. Es importante que el alumno sea consciente de ese matiz, de distinguir la confianza en sí mismo, completamente saludable, de la arrogancia, que le perjudica a él y a los demás.
La honestidad por parte del educador es fundamental: no podemos halagar una tarea mediocre o mal hecha. O una actitud cuestionable. No es respetuoso. Debemos confiar en la inteligencia de nuestros alumnos, dejarles claro que no pierden nuestro aprecio aunque se equivoquen, protegiendo así su autoestima, pero debemos señalarles lo que pueden mejorar.
Les ayudamos también así a gestionar la frustración y les damos la oportunidad de tropezar.
Un afectuoso saludo y gracias por el comentario.
¡Me encanta!