Hasta 1950, las herramientas para tratar los problemas psiquiátricos eran enormemente limitadas.
La Psicofarmacología estudia distintos tipos de fármacos y sus interacciones químicas con los componentes del sistema nervioso. Tras interactuar con receptores o dianas específicas, estos compuestos inducen potentes cambios en las fisiología cerebral, en la psicología de la persona afectada y en su comportamiento. Las fuentes de los psicofármacos pueden ser plantas o animales pero la mayoría se obtienen por síntesis química en el laboratorio.
Como a menudo sucede, las primeras aplicaciones para trastornos mentales llegaron con fármacos que habían desarrollados para otros problemas. Henri Laborit, un cirujano francés, se fijó en que la prometazina, un medicamento que se usaba contra las alergias, dejaba a los pacientes muy adormilados. Pensó que podía ser útil para prepararles para el quirófano, como preanestesia, y por su acción antihistamínica, pues se creía que la histamina podía estar involucrada en una complicación llamada el choque quirúrgico: una brusca caída en la tensión arterial cuando el paciente está bajo anestesia general.
En 1953, P.A.J. Janssen y J.P. Tollenaere exploraron una nueva familia química, la de la difenilpropilamina, buscando algo que tuviera efectos parecidos a la clorpromazina. El compuesto R1625 parecía prometedor, le llamaron haloperidol. Era mucho más potente que la clorpromazina, de acción más prolongada y tenía menos efectos secundarios. Marcando el haloperidol se vio que se unía solo a uno de los receptores de dopamina, el llamado D2. Así se fue entendiendo la acción de los neurolépticos, del griego neuro, «nervio», y lepto, «sujetar», un término que se inventó para esas sustancias «que se hacían cargo del sistema nervioso» y que calmaban la agitación psicomotora, el insomnio grave, la inquietud.
La siguiente oleada de neurofármacos fueron los antidepresivos. Hasta entonces lo único eficaz era el electrochoque —que sigue siendo útil— y los neurolépticos no servían. La solución vino por un camino inesperado: las compañías farmacéuticas estaban interesadas en otro problema muy antiguo, la tuberculosis y vieron que un medicamento, la iproniazida, era regular para tratar esta infección bacteriana pero los pacientes se volvían muy animosos, casi eufóricos y algunos psiquiatras decidieron probarlo en sus pacientes deprimidos.
El conocimiento del funcionamiento de este primer antidepresivo vino también de otra línea de investigación. En la década de 1930 se vio que una enzima, llamada monoamino oxidasa (MAO), degradaba el aminoácido tiramina. Buscando compuestos capaces de inhibir esa enzima se vio que uno de los más eficaces era la iproniazida. Se fue avanzando paso a paso y se vio que los inhibidores de la MAO bloqueaban la degradación de aminas neurotransmisoras como la serotonina o la norepinefrina mientras que la reserpina causaba su depleción.
Tras un descubrimiento, los químicos generan muchas sustancias parecidas y prueban sus efectos. Roland Kuhn quería estudiar la clorpromazina pero era demasiado cara así que pidió a los químicos de Geigy si tenían algo parecido. Le dieron el compuesto G 22355 o imipramina. Consiguió buenos resultados en tres pacientes y con solo eso se fue a contarlo a un congreso en Zurich, donde le escucharon solo doce personas. Aún así una nueva herramienta contra la depresión había nacido: los tricíclicos. Años más tarde se vio que los niveles de serotonina, un transmisor clave en la depresión, se podían mantener altos en la hendidura sináptica si se bloqueaba un sistema que tienen las neuronas para reciclarlo, que es recaptarlo.
John Cade, un australiano pensaba que los estados maníacos podían estar causados por una disfunción metabólica que haría que el cuerpo produjera un exceso de alguna sustancia que se eliminaría por la orina. Decidió administrar orina humana a cobayas para ver si mostraban algún cambio pero necesitaba protegerlos de la toxicidad de la urea. Probó con una sal de ácido úrico y litio y en esos tanteos vio que el carbonato de litio causaba cierta letargia a los cobayas. Morgen Schou, un danés, se interesó en estos resultados e hizo un estudio sistemático estableciendo que el litio que era útil para el tratamiento de los estados maníacos y como estabilizador del ánimo. El problema fue que como era una sal común, no era patentable y ninguna empresa farmacéutica estuvo interesada en invertir en su estudio para usos terapéuticos. Aún así, se piensa que el descubrimiento de los efectos antimaníacos del litio fue la piedra angular de la Psicofarmacología.
A diferencia de los tipos de enfermedades graves incluidas en los dos grandes apartados de psicosis y depresión, hay toda una serie de trastornos más leves manifestados en tensión, ansiedad, agitación, insomnio, dolores de cabeza, alteraciones gastrointestinales generados normalmente por los sucesos estresantes de la vida cotidiana. A estos se les llamó neurosis e iban desde molestias a situaciones incapacitantes que impedían llevar una vida normal: pánico, fobias, desorden compulsivo-obsesivo o estrés postraumático, entre otros. Un problema añadido de las neurosis es que la gente se autotrata estos problemas con alcohol o tabaco lo que generaba problemas de adicción y otros.
Frank Berger, un checoslovaco que escapó a Inglaterra durante la II Guerra Mundial buscaba alguna sustancia que actuara como conservante de la penicilina y una de las moléculas que probó era la mefenesina. Los animales cojeaban porque los músculos se relajaban y estaban sedados aunque conscientes. Bergen lo llamó «tranquilizante». El problema es que la mefenesina se metabolizaba con rapidez, tenía una acción débil y actuaba más sobre la médula espinal que sobre el encéfalo por lo que causaba una potente depresión respiratoria que podía ser letal si se combinaba con alcohol u otra sustancia depresora. Así que buscaron moléculas parecidas que se metabolizaran más lentamente y descubrieron el meprobamato, que aliviaba la ansiedad durante tiempo prolongado y tenía pocos efectos secundarios. Se dice que los Rolling Stones estaban pensando en él cuando compusieron su famosa canción Mother’s Little Helper («El pequeño ayudante de mamá»)
El éxito del meprobamato y sus problemas indujeron a las empresas a buscar otros psicosedantes. Leo Sternbach, un polaco que también había huido durante la II Guerra Mundial, decidió probar con sustancias totalmente nuevas. Recordó que en Polonia había trabajado con unas moléculas para hacer tintes llamadas benzodiacepinas. Probó distintas sin éxito y la empresa le dijo que se dedicara a otros proyectos. Mientras limpiaba el laboratorio se encontró un último bote marcado como Ro 5-0690 y decidió enviarlo a los farmacólogos para que hicieran una última prueba. Pocos días después, le dijeron que tenía todo lo que buscaban: era «un potente relajante muscular y sedante, sin propiedades anestésicas generales y aparentemente libre de efectos autonómicos, todo esto con muy baja toxicidad». Los primeros ensayos clínicos fueron un desastre porque los voluntarios se quedaban adormilados y con habla pastosa pero entonces se dieron cuenta que las dosis eran demasiado altas. Se sacó al mercado como Librium (clordiazepóxido) y un poco más de toqueteo químico dio lugar a otra molécula con sabor menos amargo y que se bautizó como Valium (diazepam).
Si en la década de los 1950 se descubrieron nuevos medicamentos, también se descubrieron nuevas enfermedades. Una de las que pasó al lenguaje popular fue el estrés. El «inventor» fue Hans Selye que inyectaba extractos de órganos en animales y veía sus efectos. Vio que un «síndrome específico» aparecía cuando el organismo era expuesto a agentes diversos como el frío, una cirugía, un ejercicio muscular excesivo o dosis subletales de distintas moléculas. Fue un pequeño artículo publicado en 1936 pero llevó el estudio de los efectos de las tensiones sobre el cerebro al conocimiento general. La idea de una relación entre el cuerpo y la mente mediada por el estrés y las hormonas quebró una separación establecida 300 años atrás por Descartes entre el cuerpo y la mente. El mens sana in corpore sano de Juvenal cobraba un nuevo sentido.
Para leer más:
- Shepherd GM (2010) Creating modern Neuroscience. The revolutionary 1950s. Oxford University Press, Oxford.
Una respuesta a «La década prodigiosa de la Psicofarmacología»
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