En el cuartel se entera de que hay una oposición para optar a plazas de médico militar y Cajal decide prepararlas «estudié de firme algo más de dos meses…».
Mientras tanto, las noticias que llegan de Cuba son desoladoras, el ejército colonial se desangra con una mortandad enorme causada por las enfermedades del trópico
Por aquel tiempo recrudeció la guerra separatista en la Gran Antilla motivando en la Sanidad Militar de la península nuevos sorteos de personal para cubrir bajas de Ultramar. Yo fui uno de los designados por la suerte…»..
Tras ese giro del destino, su padre intenta disuadirle diciéndole que su futuro está en la medicina y no en el ejército, pero Santiago es igual de obstinado que su progenitor y junta un compromiso patriótico con una visión romántica del viaje transatlántico, América, las islas, la selva.. En esa discusión con su padre:
Tenaz siempre en mis propósitos, atajé sus razones diciéndole que consideraba vergonzoso desertar de mi deber solicitando la separación del
servicio. Cuando termine la campaña será ocasión de seguir sus consejos; por ahora, mi dignidad me ordena compartir la suerte de mis compañeros de guerra y satisfacer la deuda de sangre con mi patria. A fuer de sincero declaro hoy que, además de del austero sentimiento del deber, arrastráronme a Ultramar las visiones luminosas de las novelas leídas, el afán irrefrenable de aventuras peregrinas, el ansia de contemplar, en fin, costumbres y tipos exóticos…
Así que con el grado de capitán médico, embarca en Cádiz en el vapor España, camino del Caribe. El barco hace escala en San Juan de Puerto Rico, un lugar que le cautiva, y dos días después arriba a la bahía de La Habana, donde por un lado disfruta de la belleza de la ciudad y de las mujeres cubanas y, por otro lado, se lleva un chasco al explorar los campos alrededor de la ciudad, le decepciona que la manigua no es la selva virgen milenaria que esperaba sino«un vulgar matorral sembrado de arbustos y pequeños cedros y caobos creciendo en desorden» a menudo encharcados y plagados de mosquitos propagadores de la malaria. Esas primeras semanas en la isla son las de más grato recuerdo. Ejerce como médico en el hospital y los ratos de ocio los dedica a callejear por la ciudad y a cultivar el dibujo y la fotografía, sus dos pasiones.
Un mes después de llegar a La Habana, los oficiales médicos son convocados en la Inspección de Sanidad y se les informa de los destinos disponibles. Aunque Santiago lleva buenas recomendaciones que le ha conseguido don Justo, por un sentimiento de orgullo y equidad decide no utilizarlas y es destinado a un sitio peligroso e insalubre, el hospital de campaña de Vista Hermosa, en plena manigua del distrito de Puerto Príncipe. Parte para allá en un vapor junto con otros médicos y tropas de refresco y, poco después, en un tren blindado que les lleva desde Nuevitas a Camagüey.
No obstante, empuñé el fusil, me proveí de cartuchos y recorrí las camas invitando a los enfermos menos graves a la común defensa. La mayoría de ellos, aun los postrados por la calentura, incorporáronse en el lecho y descolgaron el “remington”. Los que podían tenerse en pie se concentraron en los bastiones del barracón; los imposibilitados, arrodilláronse en lecho, y desde él, sacando el fusil por la ventana apuntaban al enemigo. Una descarga respondió al tiroteo de los mambises.
Unas semanas antes los insurrectos habían atacado otro poblado, llamado Cascorro y habían pasado a cuchillo a la guarnición y a los enfermos.
Cajal mantuvo toda su vida el recuerdo de los jóvenes moribundos en la enfermería de Vista Hermosa. Veía como esos muchachos, el pueblo, los que no tenían dinero ni enchufes morían sin gloria ni triunfos, mientras que otros hacían negocios con el conflicto bélico. Dejó de admirar la guerra, que había sido parte de sus sueños aventureros de chaval y repudió, con asco, aquella tragedia y aquella impotencia. Cajal se quejaba años después de la desgracia de no haber sabido que el paludismo se transmitía por los mosquitos y haber podido atajarlo como hicieron los americanos al poco de instalarse en Cuba.
Cajal se busca algunas enemistades en el hospital al parecer según su amigo Federico Olóriz por «un chiste sobre el dibujo anatómico de un inhábil artista» —que puede ser Grau, el Jefe de Sanidad— y es destinado a la enfermería de San Isidro. La dureza del lugar queda de manifiesto en que tanto el penúltimo médico como el último habían muerto en el destino. El puesto estaba en la llamada trocha militar de Este. Las trochas eran un desastroso sistema militar que pretendía cortar la isla en compartimentos estancos para intentar controlar la insurrección. Se organizaban dos serie de fortines unidos por empalizadas y alambradas que cruzaban de norte a sur la isla y que separaban una región oriental, donde la insurrección era rampante, una central y una occidental.
…lugar de corrección de oficiales borrachos y calaveras. Uno o dos meses en San Isidro considerábase recurso heroico, capaz de domar a las más inveteradas rebeldías. Se decía, y no a humo de pajas, que acabada la suave condena, los oficiales levantiscos gozaban las más dulces de las tranquilidades: los unos, por haber muerto; los otros, por yacer impotentes en el lecho del dolor.
Los patriotas cubanos, conocedores de la mala adaptación de los soldados españoles a la vida en el interior de la isla, aprovechaban las circunstancias climáticas y sanitarias para minar la salud, la moral y los efectivos del ejército colonial. Máximo Gómez, General en jefe del Ejército Libertador, llamó a los meses de junio, julio y agosto, cuando el efecto del calor y los mosquitos era más atroz, “mis tres mejores generales”.
Cajal, aún siendo cada vez más crítico sobre la situación que vivían, trabajaba con ahínco en cumplir la agotadora labor de médico de San Isidro. La enfermería estaba constantemente saturada, la corrupción era rampante y los enfermos no recibían ni siquiera la comida que les correspondía. Cajal se enfrentó con los oficiales y con el cocinero, que se lucraban de aquellas prácticas deshonestas quienes, en el estilo mafioso habitual, le aconsejaron que no se metiera donde nadie le llamaba. Todos los responsables del pequeño cuartel malversaban el dinero de los víveres que distraían de la alimentación de la tropa, incluidos los enfermos. Finalmente, Cajal se encaró al propio comandante del puesto por hacer la vista gorda y no atajar los abusos. El comandante montó en cólera pero ni negó la situación ni hizo ningún amago de corregir lo que estaba pasando. Cajal no se arredró y se puso a comprobar diariamente las libretas de pedidos para la enfermería para acumular pruebas de lo que allí estaba sucediendo. Inmediatamente fue sometido al ostracismo, obstaculizado en todo lo posible, sufriendo la inquina diaria del resto de los oficiales del destacamento. Al mismo tiempo tuvo otro brote de paludismo que minó aún más su salud. El comandante, en esa estrategia de desgaste y confrontación, intentó meter en la sala de los enfermos sus dos caballos alegando que no cabían en el fortín y que no debía dejarlos fuera por el riesgo de que los insurrectos los robaran. Cajal, que estaba en cama cuando oyó que entraban con los caballos, se levantó y sacó a patadas a los animales y a sus palafreneros y luego se enfrentó al comandante. Éste le abrió un expediente por insubordinación e insultos a un superior y quiso enviarle a un presidio militar.
¿Meditáis lo que esto significó para él? Era la humillación, la derrota, era tener que volver a cobijarse en la generosidad del padre. Significaba renunciar a la carrera militar; la pérdida de todo ingreso económico, teniendo que volver a la olvidada situación de hijo de familia; la burla, y lo que es peor, la conmiseración de amigos y compañeros; sencillamente el fracaso.
La lentitud de la maquinaria burocrática y las enemistades creadas –Grau no tramitaba su solicitud de licencia absoluta— hacían presagiar que la muerte llegaría antes que la orden de traslado.
De nuevo hospitalizado se encontró sin dinero y sin conseguir cobrar las pagas que le adeudaban. Escribió a su padre contándole la angustia de su situación quien se apresuró a enviarle un giro, lo que le permitió, más tranquilo, gestionar el cobro de las soldadas pendientes. De nuevo el encuentro con la corrupción, un habilitado sin vergüenza le liquidó sus haberes a cambio de quedarse con el 40% del importe. Con aquel dinero compraría Cajal su primer microscopio de vuelta en España. Cuando ya tenía pasaporte y billete, una nueva recaída le hizo reingresar en el hospital pero sabiendo que debía escapar como fuera de aquel moridero, en una pequeña mejoría abandonó la cama y embarcó rumbo a la Península en el España, el mismo barco que le trajo, llegando a Santander, sin salud, fuerzas ni ánimos en junio de 1875.
Mientras tanto, España seguía con la misión imposible de intentar evitar la independencia de Cuba, siendo incapaz de atender las peticiones legítimas de la colonia y con una estrategia político-militar suicida plasmada en la frase de Cánovas de «hasta el último hombre y la última peseta». Todo estaba preparado para el desastre: unos políticos desconectados de la realidad emborrachados de patriotismo, unos militares golpistas que mandaban soldados bisoños sin preparación ni equipamiento ni alimentos ni medicinas, una administración corrupta plagada de intereses comerciales y un total desafecto de la población criolla que odiaban el gobierno colonial español. En la última etapa de nuestra presencia en Cuba,
La famosa guerra de Cuba no es como nos la han contado. En el año 1896, el ejército español de Cuba contaba con unos 200.000 hombres, de los cuáles los archivos sanitarios militares registran 232.714 enfermos (no es un error, simplemente el hecho de que soldados dados de alta volvían a recaer como el propio Cajal en su momento). Hubo un total de 3.680.245 estancias hospitalarias por enfermedad de las que fallecieron 10.610 soldados. En comparación, hubo 7.270 heridos de guerra, de los cuales fallecieron 363 soldados. La guerra de Cuba no fue una derrota militar, fue una catástrofe sanitaria.
Las estrategias militares puestas en práctica por las tres fuerzas armadas contendientes tendrán resultados terribles para la población civil de la isla. El Ejército Libertador de Cuba aplicará durante toda la guerra «la tea incendiaria», consistente en la quema de cañaverales e ingenios azucareros con el fin de destruir la principal fuente de riquezas de la colonia; el Ejército Español entre octubre de 1896 y marzo de 1898 implantará la reconcentración de la población rural de la que ya hemos hablado y a partir de abril de 1898 se aplicará por la Marina de Guerra de los Estados Unidos de Norteamérica un cerrado bloqueo naval a la isla que impedirá la entrada de alimentos y material médico hasta el final de la contienda, en agosto de ese mismo año.
Aquello terminó en el Desastre de 1898. Con ese motivo, Cajal escribe a su buen amigo el investigador sueco Gustav Retzius y le da sus impresiones sobre la pérdida de los últimos restos del imperio colonial:
Es que a mí, como a casi todos los españoles, no nos ha causado la noticia de la guerra el menor entusiasmo por ser una contienda en que España si hubiera triunfado no podría ganar nada, y en que, al ser vencida (cosas que todos presumíamos) ganaba positivamente una cosa: el quedarse sin unas colonias que son el sepulcro de nuestra raza. En la pasada guerra de Cuba España perdió, por enfermedades causadas por el clima, más de 200.000 hombres; y en la actual lleva perdidos más de 60.000 de paludismo y disentería.
Nuestra derrota no ha sido pues tan sentida como lo hubiera sido en otras circunstancias porque se librará para siempre del triste espectáculo de ver a nuestros jóvenes llegar a millares tuberculosos o anémicos al abandonar el servicio de Cuba; y sin otra compensación que enriquecer a unos cuantos fabricantes catalanes y algunos empleados corrompidos y venales, que al hacer su negocio en las colonias han suscitado en éstas un odio a España que nada puede disipar.
Para que se forme V. idea del estado de las tropas que se batieron en Santiago de Cuba y en general de todos nuestros soldados de las Antillas no tiene V. más que observar que cada barco, de los actualmente destinados a la repatriación de los mismos, tiene que arrojar al agua por defunción más de 100 cadáveres durante la travesía, a lo que debe añadirse que con los sanos, al parecer, se llenan los hospitales.
Yo fui médico-militar durante la guerra de Cuba en 1874 (guerra que duró 10 años) y vine como todos gravemente enfermo de paludismo, y puedo decir que a pesar de los años transcurridos no he llegado todavía a una salud completa.
Años más tarde, Cajal protestaba
¡Asombra e indigna reconocer la ofuscación y terquedad de nuestros generales y gobernantes, y la increíble insensibilidad con que en todas las épocas se ha derrochado la sangre del pueblo! ¡Que pena da pensar en la absoluta irresponsabilidad de que gozaron nuestros ineptos generales y nuestros egoístas ministros!
La experiencia como militar en Cuba y el posterior Desastre del 98 marcaron su vida, su patriotismo, su deseo de utilizar la ciencia y la educación para levantar el país, la necesidad de acercarnos a lo que hacen las naciones más avanzadas, con una fuerte autocrítica y un no menos fuerte compromiso de regeneración:
Renunciar para siempre a nuestro matonismo, a nuestra creencia de que somos la nación más guerrera del mundo. Renunciar también a nuestra ilusión de tomar por progreso real lo que no es más que un reflejo de la civilización extranjera: de creer que tenemos estadistas, literatos, científicos y militares; cuando salvo cual excepción, no tenemos más que casi estadistas, casi literatos, casi sabios y casi militares.
También criticaba duramente nuestra falta de practicidad en el enfrentamiento con los norteamericanos:
La media ciencia es, sin disputa, una de las causas más poderosas de nuestra ruina. A la hora de manejar los cañones no les han faltado a nuestros artilleros conocimientos matemáticos, sino la práctica de dar en el blanco. Digo lo mismo de los médicos, físicos, químicos y naturalistas; todos son doctísimos pero pocos saben aplicar su ciencia a las necesidades de la vida…
Y concluía
Hemos caído ante Estados Unidos por ignorantes y por débiles, que, hasta negábamos su ciencia y su fuerza.
Para leer más:
- De Carlos Segovia JA (2001) Los Ramón y Cajal: una familia aragonesa. Gobierno de Aragón, Zaragoza.
- Delgado García G (2002) La salud pública en Cuba durante la guerra independentista de 1895 a 1898. Cuaderno de Historia 85: 20-26.
- Durán Muñoz G, Alonso Burón F (1983) Cajal. I. Vida y obra. Editorial científico médica, Barcelona.
- Gascón Sánchez JA (2002) La aventura militar de Cajal. Amigos de Serrablo 32(124): http://www.serrablo.org/la_aventura_militar_de_cajal
- Nieto JL (2002) Don Santiago Ramón y Cajal y la independencia cubana. Serrablo 32: http://www.serrablo.org/don_santiago_ramon_y_cajal_y_la_independencia_cubana
2 respuestas a “Cajal, militar”
Gracias por el artículo, y por la defensa del papel de la ciencia
Magnífico artículo, como todos los de la serie de Cajal. Hace ya muchos años leí buena parte de la obra de D. Santiago y he disfrutado de nuevo enormemente leyendo todos tus artículos.