La isla de los Moai y el envejecimiento

La rapamicina es un antibiótico del tipo de los macrólidos que fue descubierto por unos investigadores brasileños en 1975. Era producido por la bacteria Streptomyces hygroscopicus y fue aislado a partir de una muestra de suelo de la Isla de Pascua. El nombre del antibiótico proviene del nombre polinésico de la isla, Rapa Nui. El nombre original de la isla parece haber sido Te pito o te henua que algunos traducen como el ombligo del mundo y otros como el fin del mundo, algo que encaja en una de las islas habitadas más aisladas del planeta. La isla de Pascua es mundialmente conocida por sus 887 moais, las estatuas monumentales esculpidas por los antiguos rapanuis.

Originalmente, la rapamicina se empleó como antifúngico pero este uso fue rápidamente abandonado cuando se descubrieron sus interesantes propiedades como inmunodepresor, para evitar el rechazo en algunos tipos de trasplantes, especialmente de riñón; y antiproliferativo, para el tratamiento de algunos cánceres, incluyendo el sarcoma de Kaposi y algunos linfomas. Pero la rapamicina ha tenido un nuevo foco porque en 2006 se vio que extendía el período vital en eucariotas.

El primer estudio se llevó a cabo en levaduras pero tuvo un importante refuerzo con la publicación en 2009 de otro artículo donde Harrison y su grupo demostraron que ratones a los que se administraba rapamicina en su pienso aumentaban su longevidad entre un 28 y un 38% desde el inicio del tratamiento o entre un 9 (machos) y un 14% (hembras) si considerábamos la duración de vida total. El gran interés que causaron estos datos era porque el tratamiento empezaba a los 20 meses de edad del ratón, un equivalente aproximado a los 60 años humanos, lo que sugería, que al contrario de otras propuestas que requerían tratamientos iniciados en la juventud, la rapamicina podía ser un fármaco antienvejecimiento eficaz aunque su consumo se iniciase a una edad avanzada.

Antes de que alguno se lance a buscar rapamicina en el Mercadona hay que indicar sus importantes efectos nocivos secundarios. Puesto que deprime el sistema inmunitario, hace a los usuarios mucho más sensibles a infecciones peligrosas y también se ha visto que tiene riesgos de toxicidad pulmonar, disminución de los mecanismos internos de lucha contra el cáncer y parece favorecer el desarrollo de diabetes.

Envejecer parece inevitable pero conocemos demasiado poco sobre el envejecimiento.  Sabemos que a partir de los 60 años, prácticamente todo el mundo empieza a experimentar un declive cognitivo, especialmente en la memoria y que ese cambio va acompañado por alteraciones en la morfología cerebral. Por el contrario, no sabemos qué mecanismos subyacen bajo este declive o qué fases tiene. No sabemos por qué el tiempo de reacción se deteriora con rapidez, no sabemos por qué las personas mayores se distraen con facilidad o tienen problemas para cambiar súbitamente de una tarea a otra. Incluso dentro de la memoria, sabemos que la memoria semántica (que este aparato que tengo delante se llama ordenador) se mantiene bastante bien mientras que la memoria episódica (qué hice la semana pasada) se deteriora en mucha mayor medida pero no estamos seguros del porqué de esta diferencia. No sabemos por qué algunas personas tienen la “cabeza” perfecta a sus ochenta y muchos mientras que otros ralentizan su agilidad mental y se vuelven olvidadizos dos décadas antes. No sabemos si la enfermedad de Alzheimer es una patología específica o simplemente un aceleramiento del envejecimiento normal y tampoco estamos seguros si algún fármaco puede ayudar a frenar los procesos más nocivos o el grado de eficacia de los programas de entrenamiento y terapia ocupacional. Sí sabemos que el ejercicio aeróbico retrasa la pérdida de función mental, al parecer por la producción de factor neurotrófico derivado del cerebro (BDNF), una molécula que impulsaría el crecimiento de nuevos vasos sanguíneos, mejorando el riego cerebral. Es decir, al hacer ejercicio no solo fortalecemos nuestros músculos sino también nuestro cerebro.

Durante siglos, la gente ha tratado de luchar contra el envejecimiento, de pararlo o ralentizarlo, y ha probado desde bañarse en la sangre de jóvenes vírgenes, algo siempre difícil de conseguir como recordaba Jardiel Poncela, a buscar por todo el planeta la fuente de la eterna juventud. Evidentemente, dicho manantial milagroso no ha aparecido pero es evidente que la ciencia ha dado muchos pequeños pasos. Con más evidencia científica que la sangre virginal se ha propuesto el resveratrol, una molécula presente en las uvas tintas, el agua pesada y la acetil-L-carnitina combinada con el ácido alfa-lipoico. Para demostrar que no es cierto que los investigadores seamos escuetos y prosaicos sobre nuestros descubrimientos, Bruce Ames el descubridor del efecto combinado de estos dos suplementos dijo que con ellos “las ratas viejas se ponían en marcha y bailaban la macarena. Sus cerebros tenían mejor aspecto, estaban llenas de energía, todo lo que miramos parecía como si fuera de un animal joven”. Ames y su universidad, Berkeley, patentaron esta combinación de suplementos nutricionales. También se han estudiado genes y sus proteínas derivadas como el pha-4, la telomerasa, o la proteín-cinasa activada por mitógenos.

La investigación también ha demostrado que hay aspectos que aumentan claramente la duración de la vida como la restricción calórica, una dieta muy exigua durante una gran parte de la vida. También se está explorando los efectos en la longevidad de nuestra flora intestinal, esos billones de organismos microscópicos que viven en nuestro tubo digestivo y los posibles efectos reparadores de las terapias con células madre.

Sin contar estas investigaciones en marcha, la realidad es que la gente vive mucho más y llega  a edades avanzadas con un estado general de salud mucho mejor que hace unos años. Hasta ahora, llegar a centenario era algo excepcional y esos casos escasos mostraban una salud muy quebrantada.
Tras las mejoras en los sistemas sanitarios, asistenciales y en otros tipos de servicios, la esperanza de vida sigue subiendo y más gente llega a centenario e incluso a la categoría de los llamados supercentenarios, los que han superado los 110 años de edad. Solo uno de cada mil centenarios llega a supercentenario y se calcula que hay unos 300-450 en el mundo en estos momentos. Parece que la genética explica un 25% de esa longevidad. Hasta los 60 años, los factores genéticos no pesan demasiado y el estilo de vida es el factor determinante pero a partir de esa edad su peso relativo empieza a aumentar y es determinante en los más longevos, donde no sería tanto la presencia de genes longevos sino la ausencia de genes que predispongan para distintas enfermedades.

La persona más anciana que ha vivido (y que se pudo comprobar, Matusalén no cuenta) fue Jeanne Calment que murió en 1997 a la edad de 122 años y 164 días. Era evidente la presencia de factores familiares pues su hermano mayor François vivió hasta los 97, su madre hasta los 86 y su padre falleció cuando le faltaban seis días para cumplir los 100. Está arlesiana que comentaba haber conocido a Vincent van Gogh y haberle vendido lapiceros, vio construir la torre Eiffel y tuvo una vida cómoda donde no necesitó trabajar, montó en bicicleta hasta su 100 cumpleaños y nunca demostró mucho interés por el deporte ni por la salud. Para los que predicamos contra el tabaco, hay que reconocer que Calment fumó desde los 21 años hasta los 117, donde decidió dejarlo, aunque nunca más de dos cigarrillos al día. Ella explicaba su longevidad y su apariencia “juvenil” al aceite de oliva que echaba en toda su comida y con el que se frotaba la piel, al consumo frecuente de vino de Oporto y a la ingestión de un kilo de chocolate a la semana. Es una propuesta más divertida que la restricción calórica perpetua.

Para escarnio de buitres inmobiliarios, en 1965, con 90 años y sin herederos Calment firmó un contrato con un abogado, André-François Raffray, por el que éste le pagaba 2.500 francos mensuales vitalicios a cambio de quedarse con su apartamento cuando ella muriera. Raffray fue el que murió de cáncer 30 años después y su viuda tuvo que seguir pagando la pensión a la incombustible Calment. Parece que Lord Brougham fue el que dijo que «los abogados evitan que nuestros enemigos nos quiten nuestros bienes para poder quedárselos ellos«. Es como todo el mundo sabe rotundamente falso y Raffray es la mejor prueba de ello.

 

Para leer más:

 

José Ramón Alonso

CATEDRÁTICO EN LA Universidad de Salamanca

Neurocientífico: Producción científica

ORCIDLensScopusWebofScienceScholar

BNEDialNetGredosLibrary of Congress


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